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El búcaro de barro

Solazándome

Solazándome

Aunque no soy  muy amigo de quebrantar las rutinas, por lo que tienen de romper esa seguridad cotidiana a la que ya uno está adaptado, siempre agradezco el poder disfrutar de unos días de vacaciones. En esta ocasión han transcurrido en un pequeño hotel de la sierra. El tiempo maravilloso, el cielo coloreado de azul y una brisa que revitalizaba y sacudía tensiones. En un rincón bien aprovechado de la parcela, una piscina, casi solitaria, en la que tumbado en la hamaca hacía largos ratos de relajamiento de mente, observando el cielo o el baile de las hojas. El rumor cadencioso y constante del agua envolvía el aire en una sinfonía a la que ayudaba el susurro de las ramas de los árboles, el agitar nervioso de las hojas de las macetas  y el trinar asincrónico de los distintos pájaros.

         Sobre una hamaca asoman unas piernas de tonos níveos, que desprenden suavidad desde la punta de los dedos de los pies, hermoseados por una pintura violácea, hasta las simétricas turgencias de sus muslos.

         Pendo mis sueños en el aire, hasta que al fin mi mano coge el bolígrafo negro y el cuaderno para detener esta escena y que quede anclada en mi memoria.  Al principio sólo son unas líneas suaves, casi invisibles, y perdidas que pretenden encuadrar el rincón, para ir luego reafirmándolas, oscureciendo el trazo y reavivarlo dándole sombras. Al final surgió esto del papel, no un retrato de la realidad, sino mi particular visión de aquel lugar y aquel instante que, para siempre, ha quedado plasmada por estas líneas negras.

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