El viejo púlpito
Mis pasos perturbaron el silencio y la quietud de la vieja iglesia de pueblo, a pesar de que se deslizaron silenciosos por la pulida superficie de su suelo. Las luces de los cirios que iluminaban los altares, agitadas por un viento invisible, provocaban sombras caprichosas en aquellos muros, bañados en penumbra. Al girar una gruesa columna, serpenteando en torno a ella, me topé con la subida del viejo púlpito.
Sus escalones, desgastados en madera de un tono oscuro indefinido, rezumaban polvo de años, que parecían agarrarse con fuerza, cual percebes a sus rocas, y ascendían pesadamente hacia esa altura donde se abría el púlpito. No era difícil imaginar, hace años, los pasos producidos por los anchos zapatones de algún clérigo de luenga sotana, al subir, con esa soltura que da la habitualidad, aquellos escalones para proceder a su prédica. Desde aquella altura a superioridad distancia de los bancos atestados de fieles, emitiría sus soflamas con voz impostada y blandiendo, a modo de arma, un dedo dirigido al cielo, con lo que querría indicar su cercanía al mismo o señalando a alguien, lo que implicaba la vergüenza del apuntado. Sus palabras asustarían más que convencerían, sobre todo cuando citaba aquellos tormentos apocalípticos que ponían e alma en un puño y advertía sobre las nefastas secuelas de los malos comportamientos.
Esto ha cambiado, afortunadamente, ya no habla el sacerdote desde aquella “cercanía” al cielo sino desde ese suelo a ras de sus oyentes. Ya no pretenden asustar sino convencer y hablar de un Ser que no persigue para castigar, sino que acompaña amorosamente en el camino de cada día. Por eso, cuando miro esos viejos escalones polvorientos, me gusta el que tengan ese polvo incrustado consecuencia de que nadie los pisa desde hace mucho tiempo.
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