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El búcaro de barro

¡Hoy toca!

¡Hoy toca!

      Sí, eso es lo que pensó Susan cuando, abrazada aún por las sábanas, escuchó ese silbo al aire que producía su marido mientras se vestía y que ella identificaba con el grito de llamada del macho en celo. Hoy toca…hacer el amor.

         Robert cogió su cartera y el aroma de un breve beso continuó en el aire tras cerrar la puerta. Susan se levantó de la cama, dando un salto, hoy sería un día largo. Lo primero que hizo fue ducharse, le gustaba sentir el agua deslizándose sobre su cuerpo e imaginaba que arrastraba por el desagüe sus suciedades exteriores y sus demonios internos.  Se miró al espejo y se fue gustando mientras lentamente sus cabellos se engalanaban sobre sus hombros recuperando unas formas que hacía tiempo que no disfrutaban. A continuación, se depiló, aunque no esa depilación habitual sino aquella tan especial que sabía que a Robert tanto le seducía. Extendió sus pinturas a lo largo de todo el lavabo y dudó, decidió y eligió aquellos colores que aquel día le vendrían mejor para resaltar las líneas de su rostro y los pliegues de sus párpados. Culminó aquel arreglo con su lápiz rojo de tonos brillantes que daba a sus labios una seductora apariencia de humedad continua. Se vistió y se dirigió a visitar a la masajista, quien con ágiles dedos fue recolocándole mansamente todos los músculos en su lugar y fomentada por su desnudez, aquel íntimo contacto la llegó a excitar. Se dirigió a continuación  a una tienda de lencería donde eligió un conjunto que ajustaba y resaltaba su cuerpo. Me lo llevo puesto, le dijo a la dependienta.

         Las luces de la tarde comenzaban a declinar cuando, como otras veces, agazapada tras un árbol vio a Robert descender los escalones de aquella casa de cortinas horteramente amarillas en las ventanas y subir al coche, para tras aquel paréntesis, seguir su jornada laboral.

         Susan volvió a casa y cenó.  Dejó su ropa sobre la silla y se tendió sobre la cama, con aquella lencería que estrenaba, a leer un libro. Robert llegó tarde, la saludó distraído y la besó con ese olor a perfume barato que a ella ya le resultaba insultantemente familiar. Se desnudó, quejándose del cansancio del día y  se dirigió hacia la ducha. Susan dejó sus gafas y el libro sobre la mesa de noche y se dedicó a elaborar fantasías en el techo.

         Robert entró en el dormitorio ya con el pijama puesto y le dio las buenas noches, dándole primero un beso y luego toda su espalda. En pocos minutos su respiración suave mutó a ronquidos, fue entonces cuando Susan se dirigió al salón, una vez más había perdido aquella apuesta que se había hecho consigo misma. Sacó un billete de diez dólares de su cartera y lo introdujo en la hucha que ella llamaba de las frustraciones. Ya quedaba poco para completar el precio de aquel revólver que había decidido comprar. Era barato, de una sola bala, pero no importaba, estaba segura que desde detrás de aquel árbol y a tan poca distancia de los escalones no podría fallar el disparo.

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