Envidia a los columpios
Tengo envidia a los columpios con ese trabajo tan gratificante de divertir siempre. Con sus patas bien fijas en el suelo y unas cadenas que en vez de atar sirven para liberar su asiento oscilante. Se dejan acariciar por el sol, refrescar por la lluvia y les basta con una mano de pintura para sentirse renovados. Por la noche, cuando silencian sus chirridos, se dejan alumbrar por la luna y acariciar por la mirada de las estrellas. Espabilan cada mañana sin necesidad de desperezarse siempre que obtengan ese impulso necesario y creativo que los pone en movimiento y que raramente, desde entonces, les impide que la soledad los invada.
Cada día siempre es nuevo y viene cargado de los rumores de un jolgorio infantil que nunca envejece, porque, con el tiempo, los niños que juegan siempre son sustituidos por otros. Surcan el aire sin cansarse, jugueteando a su alrededor las ramas de los árboles, moscas, libélulas y mariposas de colores, con lo que semejan celebrar una perpetua fiesta de cumpleaños.
Sí, decididamente tengo envidia de los columpios.
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