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El búcaro de barro

De trenes

De trenes

            En la casa de mi abuela había una azotea desde la que se veían los trenes. Todos los veranos se quedaba en ella un primo mío de Madrid, algo mayor que yo y, aquellos días, me iba a comer allí con él. Desde mi óptica sureña de provincias, mi primo me resultaba alguien peculiar. Primeramente su forma de hablar, saturada de eses sibilantes, que yo no comprendía de dónde había surgido siendo sus padres más sureños que yo. Luego su piel blanca, casi transparente, que sólo parecía colorearse algo en tonos rojizos en aquellos días que pasaba por aquí. Pero lo que más me sorprendió, nunca lo había visto a nadie y me pareció sumamente original e incómodo fue el día en que llegó a la playa con unos calcetines puestos bajo su pantalón corto.

            Me hablaba de Madrid y de tantas cosas diferentes que cabían en una ciudad que yo imaginaba grande, tenía que ser como Nueva York, porque había hasta un par de rascacielos. La gran diferencia que suponian tres años de diferencia en aquella época, me hacía mirarlo con cierto respeto cuando me hablaba de asignaturas extrañas que había estudiado en su colegio, como la Física o me hablaba de que en un futuro quería ser ingeniero del ferrocarril, cosa que yo no sabía que existía. En los trenes sólo sabía de la existencia del maquinista y del revisor que siempre solía ser un tipo seco y con cara de malas pulgas.

            Y es que su gran afición eran los trenes. Le encantaban. Se conocía de memoria el museo del Ferrocarril de Madrid y nunca olvidó aquel domingo en que su padre lo llevó a conocer la estación de Chamartín, entonces toda una novedad en la capital. Esa afición le acompañaba en sus vacaciones y seguía hablando de ferrocarriles y vagones, asombrándose como el tren rápido en el que había venido desde Madrid hasta Córdoba había venido tirado por locomotora eléctrica y, sin embargo, el resto del camino hasta aquí abajo que es donde se detenía del todo, con la clásica locomotora verde de rayas amarillas de gasoil.

            No había muchos trenes en aquella época, pero poco antes de las tres salía de la estación aquel talgo metalizado con rayas rojas que tardaba ocho horas en hacer el trayecto de Madrid. Mi primo miraba el reloj, está a punto de salir, me decía, dejábamos el filete con patatas que se enfriara sobre la mesa y corríamos a la azotea, donde apoyados en el pretil veíamos aquella ristra de vagones imponentes cogiendo velocidad y soñábamos con el día que viajaríamos en él.

            Años después en un viaje de sur al norte, pero en coche, mi primo y mis tíos fallecieron en un accidente, ya nadie me habló de trenes. Y con el tiempo aquel clásico Talgo fue sustituido por el Altaria y éste a su vez por el Alvia. Nunca más volví a subir a aquella azotea, de todas formas hoy sería imposible el ver ningún tren, porque desde la estación hasta allí, al haber soterrado las vías, circula bajo el suelo como si temiera salir al aire libre hasta que no está marcadamente veloz. Eso sí, al igual que me decía mi primo que había en Madrid, hoy desde aquella azotea se puede ver el Corte Inglés.

1 comentario

Teresa -

Estas últimas entradas tuyas me saben a nostalgia.
Y de la mágia de los trenes te podría hablar mucho. Trabajé 17 años en una compañía que se dedicaba a la construcción de trenes...