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El búcaro de barro

Mis recuerdos

Un antiguo profesor

Un antiguo profesor

        Hay veces que determinados acontecimientos sirven como un descorchador de los recuerdos que guardo, aparentemente dormidos, en mi memoria y hace que salgan espabiladamente de la misma. Eso me ha ocurrido cuando me he enterado del fallecimiento repentino de mi viejo profesor de matemáticas.

            Durante mi etapa como alumno tuve muchos docentes, pero sin duda éste fue el mejor profesor que tuve, sobre todo porque consiguió algo muy complicado con un alumno de quince años, despertarle el gusto por las matemáticas. Logró que aquel extraño mundo de extraños signos me hablara de una forma inteligible e incluso atractiva. El hecho de que en la primera clase en vez de soltar definiciones memorísticas, se sentara sobre la mesa con las piernas colgando en el aire  y nos hiciera preguntas, que nos hacían pensar, a través de las que nos lograba acercar a los conceptos matemáticos, nos indicaron que aquellas clases iban a ser diferentes.

            A través de él conocí a las derivadas y disfruté resolviendo integrales, como el que resuelve un pasatiempo, descubrí que el infinito matemático no estaba tan lejos y con todo ello puso las bases que luego fueron fundamentales en mis estudios universitarios.

            Aunque nació en Madrid, pasó muchos años enseñando a los jóvenes gaditanos. Cuando trabajé en Madrid, casualmente viví frente a la casa donde había vivido su infancia y los panaderos del barrio, un matrimonio que entre los dos debían de sumar unos ciento ochenta  años, lo recordaban de pequeño comprando allí el pan. Recuerdo que nos contaba que cuando esperaba el autobús, para no aburrirse, se dedicaba a resolver problemas de matemáticas, lo que causaba nuestro asombro. Hemos coincidido luego muchas veces en los paseos veraniegos por la playa o en distintos actos, pero siempre lo recordaré con su bata blanca, cerrada alrededor del cuello (como esta caricatura que le hice allá por el año 1975) y dando golpes con el puño en una pizarra llena de “x” en color blanco como si con eso consiguiera abrir las mentes, algunas veces bastante cerradas y resistentes, de sus alumnos.

            ¡Descansa en paz Valentín! No me extrañaría que a partir de ahora a los ángeles se aficionaran a las matemáticas…

Bicentenario

Bicentenario

          Mis primeros años escolares, hasta los diez años, transcurrieron en el edificio anexo al oratorio de San Felipe Neri donde se celebraban las reuniones de los diputados de las Cortes de Cádiz. Me llegué a conocer muy bien los rincones e imágenes de aquella iglesia, pero no tenía muy claro el porqué de tantas placas en el exterior y qué era aquello de las Cortes de 1812. Recordaba esto con motivo, estos días, de la celebración del bicentenario de la Constitución del 1812 en Cádiz.

         En mis años adolescentes, aunque ya me iba decantando por las matemáticas y las asignaturas de ciencias, me gustaba también mucho la historia. Tenía  un, ya anciano profesor, que luego se convertiría en buen amigo, con el que me aprendí todos los reyes de España, desde los reyes católicos hasta nuestros días, lo que siempre me ha venido muy bien para situar los hechos históricos en su época cronológica. Con él comencé a entender la importancia de aquel hecho y más cuando nos hizo dibujar el monumento a las Cortes aprendiendo de su simbolismo o a recorrer la ciudad copiando algunas de placas conmemorativas que de aquel evento. Conociendo bien a aquel viejo profesor, si hoy viviera con sus 107 años, estoy seguro de que hubiera disfrutado como el que más con las conmemoraciones de estos días. 

 

Muelles

Muelles

(Foto de Núria Solbes)           

    Ayer viendo las fotos enviadas al concurso organizado por una revista, vi esta foto y me encantó,  extrayendo de mi nostalgia algunos momentos unidos a los muelles.  Retazos de escenas infantiles vividas en aquel colchón inmenso de muelles de mis padres, cuando en los días de fiesta brincábamos en el aire, disfrutando de ese instante  tan minúsculo como mágico en que el cuerpo detenido en el aire, caía contra el colchón. Nuevo impulso y otra vez al aire, imaginándome la ingravidez de los astronautas que, por entonces, habían paseado por la superficie lunar.

                Aquellos colchones de muelles chirriantes eran más divertidos que estos de ahora, tan duros y estirados que la espalda, forzada por los años,  nos demanda. En ellos aprendí a volar, no sólo con la imaginación, y a dormir de maneras retorcidas, huyendo de aquellos muelles díscolos que aparecían de vez en cuando en algún rincón de su estructura.  Incluso alguno de aquellos muelles fue el culpable de una cicatriz que tengo y que me hice al girar en  aquella litera de la mili, arañándome el brazo contra la litera superior.

                Muelle, una palabra elástica y que suena a ida y vuelta. También me retrotrae a otras historias pasadas, a un muelle distinto, situado en la confluencia de dos mares y frente a la costa africana: el muelle de Algeciras. Un muelle de olas bravías y olores peculiares, en el que durante todo un año estuve yendo todas las semanas a atravesar el estrecho en uno de aquellos viejos ferrys, juguetes minúsculos en manos de las olas del Levante y yéndome a trabajar al tan cercano, como lejano, continente africano.

 

Vieja postal

Vieja postal

Hay veces en los que un descubrimiento en un rastrillo de cosas viejas, trae  a colación viejos recuerdos. Es el caso de esta postal, encontrada hace unos días, de la que aquí he plasmado un recorte, de la Alameda de Cádiz. Calculo que data de 1967 y lo que azuza mi nostalgia es verme retratado en ella con las manos colocadas sobre mi cabeza y acompañado de algunos de mis amigos, en aquel rincón gaditano que fue testigo de mis primeros juegos infantiles.

Encuentros

Encuentros

        Siempre me ha llamado la atención lo juguetón que es el azar en lo referente al encuentro entre las personas. A veces sales a la calle, intentando encontrarte con alguien, quizás pasó un minuto antes que tú por ahí, y ya no hubo forma de encontrarse. Por el contrario, hay gente a la que no conocemos, nos fijamos en ella, y en reiteradas ocasiones las encontramos en distintos sitios. Comiendo en el zoo de Madrid, un chico de unos 17 años va a devolver la bandeja que cae al suelo con gran estruendo, poniéndose su rostro de todos los colores. Esa tarde en el ascensor del hotel al otro extremo de Madrid, entra ese chico con la cara todavía roja. Otras veces un encuentro fortuito en una esquina nos cambia el resto de nuestra vida.

         Yo tengo la rara habilidad para encontrarme a gente conocida muy lejos de su lugar habitual. Así, un día me encontré con el carnicero de mi barrio paseando por una calle a 1000 km de su carnicería. En otra ocasión, evito a un amigo pelma doblando una esquina, al día siguiente me voy de viaje y a 600 km de mi casa me lo topo de frente.

         Aunque quizás el encuentro que más me llamó la atención, por lo insólito, fue durante mi servicio militar en Canarias. Yo iba todos los domingos a la playa de las Canteras y siempre acababa colocándome en el mismo sitio. La gente de mi alrededor se convirtieron en habituales y entre ellos había una pareja de mediana edad que siempre solían situarse en la arena unos metros por delante de mí. Cuando llegó mi mes de vacaciones lo pasé en Cádiz. Y un día en que acudí a la playa de la Victoria, con sus 4 km de longitud, coloqué mi toalla en la acera y delante de mí, a escasos metros, me encuentro a esa pareja de Las Palmas. Por un momento me sorprendí, pensando que me tenía que haber equivocado o de pareja o de playa y como tenía que salir de dudas les pregunté. Y efectivamente eran la pareja de Las Palmas que, casualmente, habían acudido ese fin de semana a Cádiz a la jura de bandera de un sobrino y habían decidido pasarse el día en la playa.

Mi máquina de escribir

Mi máquina de escribir

            Ahora que te he descubierto arrumbada en un rincón del trastero, mientras motas de polvo dibujan líneas sobre tu funda, máquina de escribir, he recordado la historia que juntos hemos vivido. Mis recuerdos originales son los de la máquina de mi padre y su tecleo rápido sobre la mesa del salón.  Alguna vez me la dejaba y yo, colocando el folio, intentaba remedar su velocidad. Lo único que conseguía eran unas líneas de letras caprichosamente mezcladas y una serie de varillas que se enganchaban unas con otras y que tras liberarlas me tiznaban de negro las yemas de los dedos.

                Un acercamiento más serio fue, durante un verano adolescente, en una academia de mecanografía durante varias semanas en las tardes de temperaturas imposibles. Aquellas máquinas eran negras, a mi me parecían jorobadas, de teclas redondas sobre las que había  que realizar un  gran esfuerzo para teclear aquella frase de muestra en la que estaban todas las letras del abecedario. Raramente volví a encontrarme con una máquina de escribir, hasta que empecé el servicio militar, donde presentado a una prueba de mecanografía conseguí destino en una Caja de Reclutas.  Me pasé casi todo el tiempo en una oficina con una especie de ordenador a pedales con un gigantesco teclado, una pantallas minúscula y unos soportes que eran discos flexibles grandes. Terminada la carrera y ya trabajando, un día se me ocurrió presentarme a oposiciones para la Administración y no tuve más remedio que mejorar la velocidad y calidad de mi teclado. Me apunté a una academia de mecanografía, que todavía existe, junto al Palacio de Deportes de Madrid. Ahora las máquinas se habían modernizado y escribía con unos auriculares sobre los oídos donde me dictaban machaconamente.

                Pocos meses antes del examen fue cuando la descubrí, pasaba de vez en cuando por el escaparate de aquella tienda y ella me sonreía desde el escaparate. No era de las más pequeñas, ni tampoco de las más grandes, lo que era importante pues tenía que cargar con ella el día que fuera al examen. Mi economía no  era muy boyante, pero al fin tenía mi máquina de escribir. Me gustaba la letra que tenía: original y cursi, decían otros. Me entrené con  ella y el día del examen, tras hacer los supuestos prácticos los tuve que mecanografiar. No sé que sería lo que estaba  mal, si los supuestos o lo mecanografiado, pero...¡me suspendieron!  En las oposiciones que finalmente aprobé…no me exigieron mecanografía.

                Aquella máquina, después de aquello, se quedó en un rincón para siempre, sólo alguna vez la he sacado y ahora semeja a un viejo pc sin pantalla y con impresora, sin cables, incluida, y cuando, como ahora,  la tengo entre mis manos y oigo el ruido de sus teclas no puedo dejar de sentirme invadido por las hebras de la nostalgia.

Tarde de junio

Tarde de junio

Tarde de junio en una playa que renace a un nuevo verano. Brotes de recuerdos nostálgicos que surgen anclados a mi memoria. Aquellas tardes de los tan deseados finales de curso, llenas de ilusiones de un prometedor verano, que de largo llegaba a convertirse en tedioso. Juegos infantiles a la luz eterna del atardecer. Aún puedo sentir el señero tacto de la arena húmeda entre mis dedos y cómo estos construyen castillos de formas caprichosas y socavan esa tierra blanda, ahondando hoyos que rápidamente se inundan, como si fuera posible alcanzar, por ahí, el fondo del mar. Luego en los años adolescentes, griteríos, zambullidas estridentes y concursos de quién nadaba más lejos o más rápido, mientras portábamos un corazón que ensayaba a enamorarse.

         Y cuando disponía de un rato tranquilo, mi mirada se perdía más allá de la línea del horizonte y mi voz musitaba entre dientes esa frase de la  que, a partir de un determinado día, me arrepentí:

-Ya me queda menos para ser mayor.

Valdejimena

Valdejimena

         Tras rebuscar entre unos viejos papeles me apareció este dibujo que hice en aquel lejano abril de 1977 del santuario de Valdejimena en Salamanca. Al pararme ante esas líneas de boli negro que pretendieron retratar en una escena aquellas viejas piedras, brotan en torrente mis recuerdos de entonces. Era la primera vez que salía durante tanto tiempo, una semana, lejos de mi tierra sureña. Viajé en el exprés hasta Madrid y de allí seguí el viaje en autobús camino de Salamanca. Miraba expectante aquel paisaje de ancha meseta, novedoso, por la ventanilla y aquella sensación desconocida de sentirme “tan al Norte” me producía cierto vértigo, especialmente cuando atravesamos bajo el túnel de Guadarrama.

            Llegué a Salamanca ya por la tarde, me esperaban algunos amigos y me acompañaron al piso. Aquella noche dimos nuestro primer paseo por aquellas calles. ¡Qué poco imaginaba que mis ojos de asombrado turista se convertirían meses más tarde en los de un habitante más de aquella ciudad, que a partir de un determinado momento acabaría “enhechizándome”!

            Al día siguiente, un destartalado autobús nos conduciría a Valdejimena. Disfrutaba recorriendo aquellos campos de alrededor, nunca había visto tanta hierba o un rebaño de ovejas y contemplando aquellos árboles de enrevesadas formas que, en un principio pensé que eran olivos, pero que me dijeron que se llamaban encinas.Y en uno de aquellos ratos, en una plaza que tenía forma como para usarse para corridas de toros, sentado  en el suelo fui dibujando aquellas piedras sin pensar que alguna vez me serviría para acordarme de ellas. Recuerdo aquellos días con una mezcla de quietud y de sana alegría. Fue una experiencia maravillosa en la que ratos de reflexión y el apoyo entusiasta de aquellos jóvenes, casi todos con algún año mayor, que yo me ayudó a trenzar sueños para el futuro y a tomar decisiones que cambiarían mi vida, que acababa de salir no hacía mucho de la adolescencia. 

            Cuando terminamos aquellos días la mayoría se fueron de vacaciones y yo durante un par de días pude ir conociendo algunos rincones salmantinos y disfrutando de una Semana Santa que no tenía nada que ver con la de mi Andalucía, ni siquiera en las temperaturas. Me asombré al darme cuenta que se podía estar, andando por la calle, a temperaturas inferiores a cero grados sin que el cuerpo se quedara congelado.  El sábado santo 9 de abril, mientras estaba en el salón de aquel piso, en el que luego pasé cuatro años de mi vida estudiantil, apareció en aquella televisión en blanco y negro Adolfo Suárez para anunciar la legalización del partido comunista. Me fui a la cama, no me acababa de acostumbrar al hecho de dormir con calefacción, con una doble sensación, que luego se ha cumplido, que aquellos días iban a ser el inicio de una etapa tan fundamental para el resto de mi vida como lo iba a ser para la historia de España.

Tus cartas

Tus cartas

        El otro día tras leer uno de tus correos electrónicos me vinieron a la memoria, como una ráfaga, tus viejas cartas. Desde aquella etapa, en la que vivíamos sumidos en muchas ilusiones y pocas preocupaciones, han transcurrido ya varias decenas de años. Compartíamos durante el curso las aulas universitarias y llegadas las vacaciones nos separábamos muchos kilómetros y yo, desde mi rincón del sur de aire con sabor a sal, te echaba mucho de menos.

            Durante aquel verano me pasaba todo el día y parte de la noche, sumergido en mis apuntes y resolviendo complicadas ecuaciones diferenciales, que hoy me sonarían a chino. Había dos momentos del día en que detenía aquella jerigonza matemática para asomarme a un balcón que pendía de la fachada de mi casa. Estaba situado en lo alto de una escalera, tenía barrotes verdes y un barandal blanco de madera en el que descansaba mis codos, tenía vistas a una calle tan estrecha que los edificios de uno y otro lado parecían darse la mano.

            Uno de aquellos momentos de sosiego era durante la noche, cuando cerraba las carpetas a las dos de la mañana, en aquel silencio con olor a verano me llegaba hasta el balcón con un paquete de Ducados que tenía, que me duraba  más de un mes, y encendía un cigarro, mientras acariciaba el contraste de aquella chispas luminosas con el negro del cielo tachonado de estrellas. Me relajaba, tras aquellas horas de estudio, viendo como las volutas ascendían en formas caprichosas e intentando que ellas me dibujaran los recuerdos nostálgicos de nuestras alegres vivencias de unos meses antes.

            El otro momento de ocio era a las doce y media de la mañana, la hora en que solía pasar el cartero. El balcón era el mismo, pero ahora con la gran luminosidad y calor del mediodía de agosto. La calle mucha más viva con el ajetreo de los paseantes y mi corazón ansioso en cuanto veía aparecer aquella figura menuda con aquella inmensa cartera saturada de cartas. Intentaba usar mis fuerzas mentales, que habitualmente fallaban, para que una de aquellas cartas fuera tuya. Los nervios crecían a medida que se iba acercando a la vertical de mi balcón y se desplomaban en cuanto pasaba de largo para entrar en el portal de al lado. Pero alguno de aquellos días aquellos poderes mentales fueron efectivos y esta vez entró en el portal de mi casa. Yo bajaba corriendo las escaleras y veía sobre el patio un sobre blanco, mimetizado con el suelo de mármol, en el que aparecía mi nombre adornado por tus letras redondeadas. Sonriendo ante aquel soplo de aire fresco que rompía la monotonía de mi lánguido verano.

            Impaciente rasgaba el sobre y daba una primera lectura a las cosas que me contabas. Esa misma tarde cuando el sol declinaba y con tu carta en mi bolsillo me iba a un banco frente al mar, gustaba del tacto y del olor del papel sobre el que habías escrito y leía muy despacio saboreando y exprimiendo tus letras, mientras me parecía que tu voz, tan conocida, me iba resonando. Disfrutaba como no puedes imaginar de aquel momento.

            Aquella noche después de cenar, me la tomaba de “vacaciones”, sacaba unos folios blancos y con la mejor de mis letras empezaba a escribirte hasta que le ponía el punto final a esa hora, ya plácida, de la madrugada. Por la mañana tras el desayuno me tendría que llegar al buzón de correos...

Aquel último verano

Aquel último verano

       Bajé del autobús con mi maleta atestada de apuntes ante aquel edificio majestuoso en el que me iba a pasar el próximo mes. Estaba en las afueras de una capital castellana, rodeado de campos alfombrados donde se alternaban los trigos somnolientos con alfalfa juguetona. Durante las mañanas asistía a un curso de filosofía, en el que mi mente se resistía evadiéndose a mayor altura que las nubes. En las tardes, tras un rato de siesta reposada en una vieja pero cómoda cama de tubos,  me sumergía en los apuntes intentando asimilar los más profundos rudimentos de las síntesis de los compuestos orgánicos. Me ayudaba de rotuladores Edding, con los que pretendía alegrar la monotonía de aquellos compuestos carbonados. A las ocho de la tarde hacía un receso en el estudio y me iba a pasear por los caminos abiertos entre los cultivos, raramente me encontraba a nadie y dejaba acompañar mis pasos por dos viejas amigas: la soledad y la nostalgia. 

            Había gente allí, pero la soledad celosa como nunca, no les dejaba acercarse. En cuanto a la nostalgia, azuzada por la brisa vespertina, ocupaba su tiempo entre echar de menos la playa de mi tierra sureña tan diferente a este paisaje mesetario y el recuerdo de mis aulas universitarias a las que yo sólo volvería para examinarme de aquellas tres asignaturas que quedaban para finalizar mis estudios. Al finalizar el día disfrutaba del goce que produce esos colores con que el sol dibujaba el cielo y por un momento me esforzaba en vivir el presente y olvidar de los problemas que me atosigaban. Después de la cena encendía un flexo metálico cabizbajo que inundaba de luz amarilla mi mesa. Las gotas de sudor resbalaban por mi piel. La madrugada iba cobrando formas en mi reloj, yo rellenaba hojas de fórmulas químicas a los sones enlatados de la música emitida por un viejo transistor. Antes de dormirme, abría la ventana y miraba a la luna, escuchaba los sonidos tan nuevos para mí del campo e incluso me parecía escuchar las olas. Cerraba la ventana, me subía en la silla y con una chancla me dedicaba a matar contra la pared a aquellos mosquitos que se colaban. Luego, me dormía y hasta el día siguiente.

            Una tarde, ya harto de estudiar, cogí en mis manos el lápiz y empecé a hacerme este autorretrato, que casi treinta años después sigue conservando en sus líneas el recuerdo de mi último verano de estudiante.

Correo no electrónico

Correo no electrónico

        Hubo una época, no muy lejana, en que las letras que se intercambiaban entre dos personas carecían de esas urgencias y prisas que hoy las caracteriza. Aquellas letras tenían un valor que hoy no imaginamos, porque estaban más artesanamente elaboradas y por ello eran más escasas. A la primigenia decisión de escribir seguía un largo y complejo ritual. Había que sentarse frente al papel en blanco, mejor uno satinado que ayudara a deslizar el instrumento usado para escribir. El instrumento…generalmente yo usaba mi bolígrafo negro, aunque otras veces me gustaba escribir con pluma. Esa punta estilizada que, antes de que aparecieran con recambios, había que rellenarlas, aprovechando la hidrostática y el teorema de Bernouilli, directamente desde el tintero, escapándose siempre alguna mancha de tinta en el papel o por sus alrededores y que muchas veces se escapaba de las manos cayendo de punta al suelo y volviéndose inservible.

     Ya preparado y buscado un rincón y un momento tranquilo era cuando fluían instantáneamente las ideas desde la cabeza y el corazón al mismo tiempo y llegaban a la punta del bolígrafo para plasmarse en ordenadas, que no siempre rectas, líneas sobre el papel. Y mientras las palabras fluyen  los ojos se iluminan o  se enturbian y los labios se sonríen o fruncen. El tiempo huye, hasta que en un determinado momento se ponía el punto y final, tras una estudiada despedida (pongo besos, todo mi cariño, un fuerte abrazo o un simple saludo?), se rubricaba abajo con una firma estudiada y en la que se quería concretar de florida manera, quien era el que había escrito aquella misiva.

      A continuación había que disponer de sobre, y tras varios dobleces conseguía colar todas mis ideas en su interior. El sobre había que acicalarlo con aquella dirección a la que quisiéramos volar en vez de nuestras letras y pegarle, de manera tan poco higiénica a como cerrábamos el sobre, encima un sello de un valor que equivaldría hoy a céntimos. El siguiente paso era llegarme al buzón de correo más cercano. Aún quedan algunos de color amarillo de los que entonces eran de un triste color gris. Yo prefería meterla en las fauces abiertas del león, que de manera fiera me miraba enganchado en la fachada del edificio de Correos. Debo confesar que siempre metía la mano con cierto reparo y miraba atrás, por si en una situación imposible aquel león hubiera vomitado mi carta hacia fuera.

         Siempre me quedaba la duda de si aquella carta llegaría o, más bien, se perdería en aquellos vaivenes apretada con otras cartas en aquellas sacas en las que viajaban y que con tan poca delicadeza se trataban para lo que llevaban en su interior. Y luego venía lo peor…la espera de la contestación en que, por medio de las letras ajenas, percibíamos como reaccionaba a nuestras palabras.  Esta espera era, en general, una verdadera agonía. Pasados los días en que calculaba que la carta podría tardar  en ir y volver, cada día acudía expectante al buzón de mi casa, cuando oía alejarse los pasos del cartero, en el que habitualmente solía encontrar sólo telarañas. Porque de las cartas que enviaba, la mayoría detenían su camino en las manos de a quien se dirigía, las menos con un ritual similar pero de sentido contrario volvían en forma de respuestas más o menos larga, hasta llegar a mis manos.

         Cuando me llegaba uno de estos sobres con mi nombre gratamente escrito, me iba a un rincón tranquilo, lo abría con sumo cuidado y liberaba aquella hoja de su encerramiento para abrirla a la contemplación de mi mirada y disfrutaba acariciando el papel con la yema de mis dedos. Teniendo en cuenta que tan pocas de aquellas cartas me llegaban, no es extraño que las conserve todavía con un valor sentimental al valor histórico de unos viejos papiros.

 

La cima

La cima

           Recuerdo una vez, hace más de treinta años en que estuve durante una semana en una casa de un lugar perdido de la provincia de Teruel. Tenía un rato libre antes de la cena y me fui a pasear llevando en mis manos una flauta dulce de madera que me habían regalado meses antes y me introduje entre los árboles hacia un pequeño cerro solitario desde el que podía contemplar el sol declinando y un paisaje vestido con los primeros colores del otoño. Vivía unos días de confusos silencios, en los que ahondaba un cierto temor debido a que estaba tomando  decisiones que repercutirían en mi vida futura. 

            Y de pronto, bañado por la luz de aquel atardecer me sentí muy a gusto. Saboreé la sinfonía de colores que se proyectaba frente a mí. Por un instante mi mente se detuvo, sacudió sus preocupaciones, sus nostalgias que eran muchas y los miedos al futuro que eran todavía más.  Todo mi cuerpo disfrutó de aquel instante, la liviandad de la brisa y el silencio sólo roto por el gorjeo de los pájaros me ayudaron a ello. Entonces fue cuando subiendo la flauta a mis labios y soplando a través de ella, toqué una canción durante un largo rato, mientras me despedí del sol…

La primera vez...

La primera vez...

…que monté en un avión fue cuando me subieron a uno, no precisamente por gusto,  para trasladarme a Canarias a hacer el servicio militar. La primera vez que navegué, me acordaba el otro día viendo una escena de una película, fue tras aprobar oposiciones e ir a tomar posesión mi primer destino.  Me enteré que había sido publicado en el BOE a través de una llamada de teléfono, en aquella época no se podía consultar por internet. Y así un cinco de julio, me vi navegando en un ferry en dirección a otro continente, tan cerca y tan lejos a la vez, con una bolsa grande en la que llevaba mis pertenencias. 

         El barco se deslizaba sobre las olas, con esa sensación de que cuando miras atrás empequeñece lo conocido y al mirar hacia delante cada vez se va acercando y haciendo más grande ese mundo desconocido en el que me iba a sumergir. Para acompañar aquella escena una gran tormenta, a pesar de estar en julio, me obligó a refugiarme bajo techo en aquellos sillones, frente aquel universo humano tan diferente al que yo conocía. Subí a un taxi y di la dirección de la oficina a la que me iba incorporar, mientras me sorprendí pensando cuando podría coger vacaciones. Al llegar allí todo me resultó extraño y ya no digo por los compañeros o el trabajo que no conocía, sino por el ambiente peculiar que aquella ciudad daba a todo lo que le rodeaba.  Busqué alojamiento en una pensión de aspecto dieciochochesco, donde en las advertencias previas me dijeron para que era el agua que llenaba la bañera: para lavarse o echar al retrete, ya que sólo se disponía de agua corriente en la ciudad de 8 de la mañana a 14,30 h. ¡Dónde había ido a parar…!

                Al día siguiente comentándolo con un compañero, me habló que se alojaba en casa de una señora que alquilaba habitaciones. Allí tenía la ventaja de que había depósito de agua en la azotea y agua corriente todo el día. Los alojados éramos cuatro, cada uno con nuestra habitación, que nuestra patrona aprovechándose de la dificultad de alquilar pisos, nos cobraba a precio de oro. E incluso aprovechaba, para ganar unas pesetas, cuando alguien se iba de fin de semana para re-alquilar la habitación. Todo un dineral que ganaba y que invertía con mala fortuna en sus partidas de bingo vespertinas.  Yo paraba bien poco en la casa y cuando lo hacía me encerraba con pestillo en el seguro refugio de mi habitación, porque cuando abría la puerta me podía encontrar con cualquier cosa. Como aquel día que me encontré con la figura sesentona de carnes ostentosas de mi patrona saliendo desnuda de la ducha o una noche en que me despertaron sus gritos cuando echaba a una prostituta de la  habitación de otro compañero, que no se enteró del asunto debido sueño profundo que le produjo la borrachera.

                En aquel castillo del terror aguanté durante un año y diez días, al menos todos los fines de semana huía de allí y los viernes hacía la navegación en sentido contrario aunque tuviera que volver el domingo por la noche, hasta que un concurso de traslados me hizo de manera definitiva regresar al viejo continente.  Ya hace casi veinticinco años de aquella postrera navegación de vuelta y nunca más he vuelto a navegar por aquellas aguas.

De trenes

De trenes

            En la casa de mi abuela había una azotea desde la que se veían los trenes. Todos los veranos se quedaba en ella un primo mío de Madrid, algo mayor que yo y, aquellos días, me iba a comer allí con él. Desde mi óptica sureña de provincias, mi primo me resultaba alguien peculiar. Primeramente su forma de hablar, saturada de eses sibilantes, que yo no comprendía de dónde había surgido siendo sus padres más sureños que yo. Luego su piel blanca, casi transparente, que sólo parecía colorearse algo en tonos rojizos en aquellos días que pasaba por aquí. Pero lo que más me sorprendió, nunca lo había visto a nadie y me pareció sumamente original e incómodo fue el día en que llegó a la playa con unos calcetines puestos bajo su pantalón corto.

            Me hablaba de Madrid y de tantas cosas diferentes que cabían en una ciudad que yo imaginaba grande, tenía que ser como Nueva York, porque había hasta un par de rascacielos. La gran diferencia que suponian tres años de diferencia en aquella época, me hacía mirarlo con cierto respeto cuando me hablaba de asignaturas extrañas que había estudiado en su colegio, como la Física o me hablaba de que en un futuro quería ser ingeniero del ferrocarril, cosa que yo no sabía que existía. En los trenes sólo sabía de la existencia del maquinista y del revisor que siempre solía ser un tipo seco y con cara de malas pulgas.

            Y es que su gran afición eran los trenes. Le encantaban. Se conocía de memoria el museo del Ferrocarril de Madrid y nunca olvidó aquel domingo en que su padre lo llevó a conocer la estación de Chamartín, entonces toda una novedad en la capital. Esa afición le acompañaba en sus vacaciones y seguía hablando de ferrocarriles y vagones, asombrándose como el tren rápido en el que había venido desde Madrid hasta Córdoba había venido tirado por locomotora eléctrica y, sin embargo, el resto del camino hasta aquí abajo que es donde se detenía del todo, con la clásica locomotora verde de rayas amarillas de gasoil.

            No había muchos trenes en aquella época, pero poco antes de las tres salía de la estación aquel talgo metalizado con rayas rojas que tardaba ocho horas en hacer el trayecto de Madrid. Mi primo miraba el reloj, está a punto de salir, me decía, dejábamos el filete con patatas que se enfriara sobre la mesa y corríamos a la azotea, donde apoyados en el pretil veíamos aquella ristra de vagones imponentes cogiendo velocidad y soñábamos con el día que viajaríamos en él.

            Años después en un viaje de sur al norte, pero en coche, mi primo y mis tíos fallecieron en un accidente, ya nadie me habló de trenes. Y con el tiempo aquel clásico Talgo fue sustituido por el Altaria y éste a su vez por el Alvia. Nunca más volví a subir a aquella azotea, de todas formas hoy sería imposible el ver ningún tren, porque desde la estación hasta allí, al haber soterrado las vías, circula bajo el suelo como si temiera salir al aire libre hasta que no está marcadamente veloz. Eso sí, al igual que me decía mi primo que había en Madrid, hoy desde aquella azotea se puede ver el Corte Inglés.

Yo también estuve en la movida

Yo también estuve en la movida

      Observo que algunos de los de mi generación se dedican a narrar con la perspectiva de haber formado parte de la movida madrileña, como un timbre de honor similar al que la generación anterior señalaba cuando decían que habían estado en Paris en mayo del 68. Pues no quiero ser menos y sí, yo también estuve en la movida madrileña ya que del 84 al 88 estuve viviendo en Madrid. Estuve en alguna actuación de la orquesta Mondragón, acudí alguna que otra vez al barrio de Malasaña y escuché hablar y acudí al entierro de Tierno Galván.

            Pero una cosa era eso y otra muy diferente la vida cotidiana, que tenía sus puntos de dureza pero que en esos años jóvenes no son difíciles de aguantar. Compartía piso con dos compañeros en el barrio de Salamanca, externamente una maravilla, pero dentro era otro cantar. Era un tercer piso sin ascensor al que se accedía a través de una vieja y oscura escalera pedregosa. El piso estaba reformado pero a nadie se le había ocurrido ponerle calefacción lo que en invierno hacía que no fuera necesario ni meter los alimentos en el frigorífico. No era extraño que en los días de invierno me fuera a pasear por Galerías Preciados, que estaba muy cerca o visitar las salas del museo del Prado, entonces era gratis, con tal de absorber un poco de calorías. El salón tenía un sofá que, gracias a la pared de atrás, impedía que la parte de atrás se fuera para abajo. Y la televisión en blanco y negro, sólo era capaz de sintonizar un canal, el día en que no había interferencias.        

            Los fines de semana era lo que pasaba más angustiosamente. Mis compañeros se iban a pasarlo a sus pueblos respectivos y  yo ni por dinero, ni por distancia, podía recorrer los 600 km que me separaban de mi casa, porque en aquellos trenes expresos de trayecto de doce horas, cuando llegaba ya me tenía que volver. Yo, aparte de trabajar, me dedicaba a opositar, con lo que me pasaba el día en total silencio y sumergido en apuntes y libros de legislación. Algunas tardes me iba a un cine estudio, que no estaba lejos, y donde por un precio económico llegaba a ver hasta tres películas seguidas. Lógicamente, después de 6 horas viendo películas salía de la sala con una sensación similar a la que debe experimentar un marciano que acaba de descender de un platillo volante tras un viaje interestelar. Luego paseaba por esas calles del barrio de Salamanca, atestadas a esas horas y siempre me sorprendía, mientras me fijaba en la cara de la gente, como cruzándome con tantas personas, muchas más de las que pudiera ver en mi ciudad, nunca me cruzaba con nadie conocido. El paseo vespertino acababa en un bar donde los sábados me regalaba una cerveza con una exquisita tortilla jamonera, hasta que un día aquel ritual se interrumpió porque los dueños cerraron el bar por culpa de un premio gordo de la lotería que les tocó. 

        No lejos, a media hora andando, había un VIPS, en aquella época algo novedoso y lo que era más novedoso era que llegándote el sábado a las doce de la noche por él, cosa que hacía porque no tenía nada mejor que hacer a aquellas horas, me llegaba a comprar EL PAÍS, del domingo. Cuando llegaba a casa, me acostaba y dejaba el periódico en la mesa de noche, así cuando amanecía el domingo leía las noticias en la cama como si el repartidor me las hubiera dejado aquella noche.

 

Evocación

Evocación

    Hay imágenes, como ésta tomada en una noche de este verano, que reflejando el sosiego y el silencio nocturno, es capaz de evocarme sensaciones de un momento mágico, alumbrado por la luz de la luna, y despertar hoy en mí todo un cúmulo de emociones.

Mi gorro de lana

Mi gorro de lana

       A estas alturas del calendario y en estas latitudes, ya es difícil que vuelvan fríos tan intensos como los que ha hecho y por eso va siendo hora de guardar alguna pieza de abrigo como mi gorro de lana. Este gorro es de esas prendas que me han acompañado constantemente durante largo tiempo, más de treinta años. Aún existe la tienda de deportes donde lo compré, pensando que iniciaba mis estudios universitarios 600 km más al norte de donde yo vivía y había escuchado que  por allí era posible, como así ocurrió, pocos meses después, que conociera la nieve. 

 

       El color verde y blanco, no era casual, estaba elaborándose la Constitución y con ello empezaba a hablarse del estado de las autonomías, cada una enarbolaba como signo diferencial su bandera, y los colores de la bandera andaluza se decidieron que fueran el blanco y el verde. Me gustaba llevar sobre la cabeza en mis devenires por tierras castellanas ese signo de distinción en una ciudad donde, entonces, éramos muy pocos los andaluces. En aquellos fríos paseos a la Facultad, a temperaturas gélidas, me lo ponía encasquetado en mi cabeza y escondiendo dentro mis orejas que, a pesar de todo, parecían llegar estiradas por el frío.

 

Por aquí ya es muy raro que me lo ponga, no hace tanto frío, pero sin embargo en alguno de esos días en que hasta la respiración ha parecido helarse, lo he sacado del armario y sin importarme el aspecto más o menos ridículo del borlón blanco agitado por el viento, me digo con Luis de Góngora. "Ándeme yo caliente y ríase la gente..."

Desfile de las fuerzas armadas

Desfile de las fuerzas armadas

            Hace ya muchos años, cuando el franquismo ya agonizaba antes que Franco, estudiaba un adolescente, al que bien conozco en un colegio religioso de una capital de provincias. Contra lo que pudiera parecer aquel adolescente encontró en el ambiente de aquel colegio y en sus religiosos, una preocupación progresista y social que no era habitual en la sociedad que le rodeaba. Entre las actividades que realizaba su curso estaba la redacción de una revista de esas que se hacían a ciclostil, nunca supe que era eso, y con clichés en una multicopista; las noticias eran variadas. En una de ellas salía un artículo firmado por un religioso hablando del entonces Desfile de la Victoria que todos los años presidía Franco y decía que no estaba bien ese título donde se conmemoraba la victoria de unos españoles sobre otros y que debería transformarse, más bien, en un desfile de las fuerzas armadas.

 

            En cuanto aquella revista salió de las paredes del colegio, se convirtió en un escándalo que sacudió los cimientos de la ciudad. Cartas al director del periódico en protesta por aquel osado artículo y una citación por la que tuvieron que pasar a declarar por el juzgado el religioso autor del artículo y el director de la revista, ¡un compañero de ese adolescente de quince años! Como era de prever, aquello no llegó más lejos de un…¡cuidadito con lo que escribís!, pero hoy después de ver ayer por la televisión el desfile de las fuerzas armadas, no puedo dejar de acordarme de aquel religioso visionario y de aquellos otros que nos enseñaron a ir atisbando los colores de la vida en un mundo que era aún en blanco y negro.

Un extraño rostro

Un extraño rostro

 

           Durante mis años infantiles cada vez que me miraba al espejo, me sucedía algo inaudito y era que no reconocía ese rostro que me miraba, siempre con su pizca de curiosidad, desde aquel otro lado.  Aquel óvalo coronado de pelos envuelto en remolinos pizpiretos, salpicado de leves cejas, ojos oscuros, con un saliente narigudo y esa boca que ocultaba unos dientes atropellados, me parecía extraña y diferente a todas. Miraba a mi alrededor, a mi familia, amigos y a los que me rodeaban, claro que  los había guapos y perdidamente feos, pero eran caras “normales”. Pasaba un mal rato en esos momentos de contemplación obligada, que procuraba evitar, y reducir a cuando no tenía más remedio y no digamos, si por el azar o la necesidad aquel espacio del espejo lo compartía con alguien. No me podía engañar, de aquellos dos rostros que veía, el otro era totalmente normal.

 

            Esa sensación se me fue acentuando durante la adolescencia, en la que aquellas facciones perdieron sus redondeos infantiles y transformaron sus líneas, descompensándose, angulosamente, con la piel salpicada en granos. Aquello se convirtió en un círculo vicioso, me costaba reconocerme porque procuraba no mirarme al espejo y como no me asomaba no me acostumbraba a mi cara, se me olvidaba y cada vez que la veía era como quien se reencuentra con un perfecto desconocido, al que no se sabe qué decir.

 

            Hasta que llegó el momento en que me llamaron a filas, luego entendí lo de las filas, allí siempre estaba en una fila con alguien delante, detrás a la izquierda y a la derecha. En aquellos momentos de alineaciones aburridas yo seguía observando caras, allí si que las había variadas y de todas las formas y colores…  Debido a restricciones presupuestarias en los servicios del cuartel sólo había dos reducidos espejos para ciento cincuenta soldados que formábamos la compañía, por lo que es imaginable la dificultad y saturación que se originaba en torno a ellos. A la hora de afeitarme con una mirada, al mismo, de sólo 10 segundos retenía mi cara en la memoria y me desplazaba con la cuchilla a otro lado donde proseguía, huyendo de los golpes y codazos que se producían en aquellas aproximaciones al reflejo. Estos esfuerzos de memoria hicieron que al licenciarme ya retuviera mentalmente mi cara, me había habituado a ella y, desde entonces, se convirtió durante todo el resto de mi vida en algo acostumbrado. Ahora, cuando me coloco frente al espejo del peluquero, y me veo al otro lado con ese mandil blanco en torno al cuello ya me siento hasta cómodo. Incluso ese reflejo desvaído de los escaparates se me ha hecho simpático y al levantarme por las mañanas con los ojos semicerrados, yo diría que, en más de una ocasión, esa cara algo más arrugada que la que recuerdo de la mili, me esboza una sonrisa y me devuelve un guiño de cordial complicidad.

 

Aquel verano del 75

Aquel verano del 75

        El otro día, viendo una antigua foto, me trajo recuerdos de esos otros veranos que fueron diferentes. Trasladándome con la memoria en la máquina del tiempo a la playa de la Victoria de Cádiz tan parecida en mar y arena y tan diferente en todo lo demás a la actual playa.

 

            La playa estaban llenas de casetas, unas de mamposterías que siendo minúsculas, la décima parte de un piso de los de la ministra Trujillo hacían su avío, ya que tenían su ducha y en sus perchas se podían acumular la ropa de treinta personas, incluso. Las otras casetas eran las llamadas de madera y que en colores blanco y rojo se extendían al borde de la arena. Estos minirecintos estaban numerados y el número venía bien para localizar a los amigos que siempre se ponían en la misma zona de la playa y en torno a uno de los poseedores de una caseta. El ecuador de la playa lo constituía el Hotel Playa y el horizonte lejano la playa de Cortadura.

 

A lo largo de la playa había carteles que indicaban “Prohibido desvestirse en esta zona” y la policía municipal, entonces no eran locales,  se encargaba de que se cumpliera multando a quien tuviera el atrevimiento de quitarse la camisa en la arena.  Ese era un modo también de engordar las arcas municipales ya que el sitio oficial de cambiarse eran las llamadas “galerías”, perfectamente separadas las de caballeros y las de señoras, que eran dirigidas por unas señoras que tenían el sobrenombre tan feo de “bañeras”. Los bikinis no eran nada habituales e incluso mientras nuestros padres se tomaban un "Valdepeñas con Casera" en el bar Ramón, escuchábamos hablar a nuestras madres al respecto: “Esa mucho hablar y luego sus hijas son de las que se ponen bikinis”. Los adolescentes de aquella época no entendíamos que extraña mácula podría caer sobre una familia por el hecho de que sus hijas enseñaran su ombligo. Sólo recuerdo la osadía de una extranjera que, desconociendo en que tipo de playa se hallaba, se desprendió de la parte superior del bikini y estuvo a punto de originarse un tumulto ciudadano. Gritos e improperios y exclamaciones de “qué hay niños delante” hicieron que en pocos minutos aquella visión sorprendente de aquellos orondos pechos se convirtiera en un espejismo.

 

En torno a la caseta a la que yo iba todos los días, se ponían mis amigos y entre baño y baño echábamos partidas de cartas. Nuestras reuniones eran netamente masculinas estábamos en esa edad que nos apetecía tanto relacionarnos con el género femenino , como dificultades y poca costumbre teníamos para hacerlo. De hecho en la caseta de al lado la reunión era netamente femenina. A medida que transcurría el verano, las barreras fueron cayendo hasta que decidimos salir todos juntos cuando ya el verano languidecía ¡el veintiocho de agosto! No hubo discusiones a cada uno nos gustaba una de aquellas jovenzuelas. El más osado de mi pandilla enseguida se ennovió con una…a estas alturas sigue soltero. A mí había una que me llevaba a maltraer, pero el día uno de septiembre se marchó para Madrid donde vivía y aquel efímero amor se disolvió en la distancia. Siempre la recuerdo con cariño y desde entonces nuestros caminos se han cruzado sólo un par de veces, una hace veinte años en que quedamos a merendar en una cafetería de Madrid y recuerdo que su llegada en el coche oficial, su padre era general, me impresionó. La última vez que la vi fue hace un par de años donde al entrar en la farmacia madrileña en la que trabaja, bajo aquel pelo rizado y canoso y nuevas arrugas, no me costó reconocer aquella sonrisa que treinta y un años antes me había encandilado a lo largo de todo un largo y maravilloso verano.