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El búcaro de barro

Mis recuerdos

Cine Nic

Cine Nic

      Ayer viendo una exposición vi este extraño artilugio, que fotografié, llamado cine Nic y que no dejó de traerme viejos recuerdos de hace unos cuarenta años. El cine Nic es un invento español que data de 1931, el que había en mi casa era exactamente igual que ese, de color verde. El funcionamiento era muy simple, una lente que incidía sobre una película (una cinta de papel) en la que había dos dibujos distintos, y dos agujeros que eran tapados con un obturador alternativamente a través de los cuales se proyectaban en la pared, dando una sensación primitiva de movimiento.

      La cinta de papel en la que iba la película, se guardaba en esa caja negra y blanca de la foto, se enganchaba en un extremo del proyector y mediante una manivela se iba desenrollando paulatinamante hacia el otro lado. Las películas actuales, sin duda tienen una calidad infinitamente mayor a aquellas imágenes proyectadas. Hoy se ven pulsando simplemente el botón del play, en aquel entonces era toda una aventura el día en que mi padre se subía en una silla para coger el cine Nic que estaba guardado sobre una estantería. La "compleja" elaboración de aquel rato de proyección y aquellas imágenes infantiles permanecen en un recodo poético de mi memoria de tal manera, que dudo que la visión del DVD de cualquier película actual permanezca con similares resonancias, dentro de cuarenta años, en los que hoy la ven.

Paisajes

Paisajes

            Mi primer recuerdo de Castilla fueron letras de Machado que dibujaron en mi imaginación un paisaje nunca visto. Cuando meses después me fui a vivir allí ví que aquellas letras se llenaron de una vida que nunca había imaginado. Y aquella meseta eterna de encinas y mieses se hizo amiga de mis ratos y sanación de mis desvelos, especialmente cuando me tocó vivir allí el primer otoño, tan diferente al que yo conocía en mi tierra natal. Al principio quise creer que se trataba de una ilusión óptica, pero en esa visita diaria que hacía al balcón desde el que se divisaba el río, mi que aquellos árboles poco a poco mudaban sus colores. Aquel verde lujurioso al que la luz del verano arrancaba destellos se transformaba en una sinfonía de matices amarillos y ocres que, para mí era toda una novedad.

 

            Y saboreé aquellos paseos entre chopos en que lo importante no era llegar a ningún sitio, sino disfrutar del camino. Y dejaba acariciar mis ojos por aquellos tonos de caramelo mientras mis botas hacían crujir, como si chiporrotearan, aquellas alfombras de hojas secas. El viento fresco y revitalizador que jugaba con las ramas se adhería a mi piel abriendo sus poros. Y en aquellos pasos crecí en unas dimensiones diferentes, donde empecé a gustar del silencio y prendieron en mí unas sensaciones diferentes que nunca he olvidado.

 

            Por eso cada vez que algo me hace “viajar” hasta aquellos rincones tan mimosamente guardados en mi corazón, no puedo dejar de esbozar una sonrisa y agradecer a quien me ayuda a ello. Gracias,  Marga por esta foto.

Evocaciones

Evocaciones

        Es curioso como los olores y la música hacen de detonante de nuestros recuerdos y evocaciones. El otro día conduciendo en el coche escuchaba uno de esos discos que tienen una mezcla de música de todo tipo cuando sonó la música de Neil Diamond en Juan Salvador Gaviota, de pronto aquellos sones me trasportaron a otro tiempo ya lejano en que: 

-Escuchando a Juan Salvador Gaviota éramos capaces de volar, como el protagonista, más allá de las nubes e, incluso, sin alas. 

- Teníamos un solo canal de televisión y la preocupación era que tras la carta de ajuste se pudiera ver esa tarde sin interferencias ni neblina, eso si no teníamos que ir a casa del vecino a verla. 

-Un walkman era una de los grandes avances tecnológicos para escuchar cómodamente música por la calle. 

-Nuestros padres eran más fuerte que Superman y nuestras madres más guapas que la miss Universo. 

-Un estuche de lápices de veinticuatro colores era un buen regalo de cumpleaños.

 -El dueño de la pelota de trapo con la que jugábamos los partidos de fútbol era un tipo envidiado. 

-Un profesor revolucionó el colegio, no había que llamarle de Don. 

-La primera calculadora no la usábamos hasta poco antes de ir a la Universidad. 

-El tula, el escondite y el mangüiti eran juegos muchos más conocidos que lo pueden ser hoy Tom Raider o Animal Crossing. En vez del Brain Training, manteníamos nuestra habilidad numérico-lingüística con aquellos cuadernos verdes de Rubio.

-Cuando jugando gritábamos como el capitán Trueno; "Santiago y cierra España", nos creíamos, sin duda, los más geniales del universo.

-En la playa había un cartel que ponía "Prohibido desvestirse en esta zona" y como el policía municipal te pillara haciéndolo (desvestirse significaba quitarse el pantalón teniendo debajo el bañador) te caía una multa de diez pesetas.

-En que cantábamos  a voz en grito con Labordeta aquello de que "habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad", teníamos ilusión y esperanza en conseguirla...

¡qué ingenuos éramos en aquellos ya lejanos tiempos!

Tarancón

Tarancón

              Cuando ya nuestra democracia está en esa “edad adulta” de los treinta años y visto el ambiente de crispación, que nos rodea, a muchos niveles, no es extraño que haya momentos en que la nostalgia por aquella etapa inicial de la transición surja en nuestra mente. No diré que fueron años fáciles, aunque el recuerdo se tiña con esa pátina que hace destacar, sobre todo, los logros. Hubo momentos que fueron verdaderamente críticos y que tensaron, hasta estar a punto de romperse, aquellos frágiles hilos en la que se sostenían aquellos albores democráticos. 

                Aquello fue posible por la actuación de una serie de personajes decisivos y por una búsqueda del consenso de las ideologías que en muchos casos, para ello, supuso cesión por parte de unos y otros y sobre todo por los españolitos de a pie que asistíamos a todo aquello entre expectantes, activos y esperanzados. 

                De aquel elenco de personajes, quiero citar hoy  a uno, por la sencilla razón de que el pasado once de mayo se cumplió el primer centenario de su nacimiento: el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, más simplemente conocido por Tarancón. Fue un hombre lúcido, presidente de la Conferencia Episcopal Española, que supo guiar a la Iglesia española sin adscribirla a ningún credo político. Durante la misa celebrada en la iglesia de los Jerónimos de Madrid el 22 de noviembre de 1975, el cardenal Tarancón recordó a Juan Carlos I que debía ser rey de todos los españoles y especialmente de los pobres. Admirados por los demócratas, tuvo que aguantar su demonización por parte de sectores ultraderechistas que hacían fácil rima de su apellido con aquello de “Tarancón al paredón”. Con una personalidad rica hizo un gran bien a la Iglesia y a la sociedad española de aquellos años. Me ha parecido bueno, al igual que en otras efemérides, recordar en esta ocasión a un hombre al que siempre admiré.

Destruyendo lo negativo

Destruyendo lo negativo

     El título está pronunciado en andaluz, donde en el uso habitual nos "comemos" las eses. En realidad lo que he hecho esta mañana ha sido destruir los negativos. Sí, ya hoy en la era de las cámaras digitales resulta extraño hablar de los negativos de las fotografías, aquellas texturas plásticas que mirábamos al trasluz cuando de algún carrete no nos sacaban alguna foto para mirar si valía la pena el gasto de sacarla en la tienda de fotografía. Tenía una caja llena hasta arriba de estos negativos que había guardado, algunos desde hace más de treinta años, por si tenía que sacar una copia. Hoy resulta más sencillo y económico escanear una foto, así que he dedicado un buen rato en este día festivo a ir destruyéndolo.

     A la vez, he visto mucha de aquellas fotos, sin duda alguna de mucho menos calidad que las actuales y mucho más escogidas. Cada vez que se le daba al disparador había que estar muy seguro de que aquel era el encuadre que queríamos guardar para la posteridad, no estaba la economía para dilapidar fotos.

     Por eso, cada una de aquellas instantáneas son mucho más que una serie de manchas blancas, grises y negras que representan unas determinadas formas. Detrás de ella hay parte de la vida que dejamos en aquel lugar y en aquella época. Por ejemplo, en esta foto de la Salamanca nevada de 1978, puedo descubrir la mezcla de asombro y admiración de ese joven que por primera vez veía la nieve y además en este lugar tan único, adornando los edificios que parecían descender hasta el Tormes, presididos por la señorial silueta de la Catedral. Aún soy capaz de captar el aire frío de aquella jornada mientras la melodía del agua fluía, acariciando el ambiente con sonidos de eternidad.

Amanecer marino

Amanecer marino

           Cuando durante años estamos acostumbrados a ver las cosas de una determinada manera tenemos tendencia a imaginar que esa es la normal o la única y fue Einstein el que muy hábilmente al plantear su teoría de la relatividad indicó que la observación de los fenómenos depende del sistema de referencia que use el observador. Eso del sistema de referencia es un hecho físico pero de gran aplicación en la vida cotidiana.            

          Casi siempre he vivido junto al mar y por ello he disfrutado, aún me siguen asombrando, de multitud de puestas de sol tras el horizonte y he disfrutado de esos colores tenues y a la vez vivos con los que parece explotar la naturaleza a esas horas. A pesar de que madrugo y el amanecer me suele sorprender por la calle, sin embargo, no habré visto más de cuatro o cinco amaneceres en que el sol brotaba del mar. Me sorprendió que era algo que también ocurría la primera vez que, asombrado, pude contemplarlo.            

           Por eso esta foto es histórica, está realizada en el extremo sur de la Península frente a la costa africana, data de 1984. Yo acababa de terminar el servicio militar, aún me ponía espontáneamente firme cuando veía una bandera. Y tuve la oportunidad de pasarme unos días de “desintoxicación” de aquel ambiente, antes de volver a mi vida habitual. Fueron unos días sosegados, de esos en los que el reloj se puede guardar en un cajón, los que me alojé en una casa cuya pared delantera estaba inmersa en la arena de la playa. Aquella mañana quise madrugar y salí a la playa con la cámara para atrapar aquel momento mágico en que el sol se desperezaba, coincidió con el momento en que los pescadores arrastraban las redes hacia la orilla. Suele decirse que una imagen vale más que mil palabras también diría yo que puede evocar recuerdos, como en este caso, que pueden desarrollarse en trescientas veintisiete palabras.

Hace veinticinco años...

Hace veinticinco años...

            Las efemérides ayudan a la memoria a recordar hechos que con el tiempo aparecerían desdibujados. El otro día cuando leía que ahora se celebran los veinticinco años de la concesión del premio nobel a Gabriel García Márquez algunos recuerdos vinieron a mi mente.

            Aquel año vivía yo en Ciudad Real, aún no se hablaba del AVE, y más que una capital de provincias me parecía un pueblo grande de poco más de cuarenta y cinco mil habitantes. ¡Qué diferente a la ciudad a la que volví de excursión el pasado verano! Allí fue donde tuve mi primer contacto con la vida laboral, dando clases, y a la vez estudiaba una asignatura que me había quedado para terminar la carrera. No tenía mucho tiempo y, entonces, los únicos libros que leía eran los de preparar las clases y los de Química Orgánica. La literatura era una gran desconocida para mí. No veía demasiada televisión aparte de ver los sábados, después de comer, las apasionantes aventuras de D’Artacán y los mosqueperros. Lo que sí hacía alguna noche era subir con un amigo mío, profesor de Literatura y aficionado a la astronomía, a la azotea y con un planetario de bolsillo y su docta guía, en aquellas noches aprendí a cazar osas mayores y menores, así como dragones por el cielo.  Recuerdo que en una de aquellas noches de observación astronómica le pregunté, como experto en literatura, que le parecía García Márquez como escritor. Me dijo que no valía mucho que sólo había escrito una obra buena: “Cien años de soledad”. ¡Tres días más tarde le dieron el premio Nobel de literatura! Desde entonces le dije que no me volvía a fiar de sus conocimientos literarios ya que discrepaban tanto de los de la academia sueca.

Plegaria del árbol

Plegaria del árbol

        Hoy he rebuscado en el cajón de los recuerdos y he sacado esta foto. Es en Salamanca un lejano día de 1978, estaba explorando la ciudad, en la que iba a vivir los próximos años, y descubriendo sus rincones. De pronto, encontré una calle larga que bajaba en cuesta hacia el río. Me llamó la atención, porque de todos los lugares del mundo que he estado esa calle es la que tenía más rótulos con su nombre "Camino de las Aguas", había más de treinta diseminados por la calle ¿aún habrá tantos?

        Al final de la calle, se llegaba a un parque salvaje y hermoso que atravesaba el Tormes: la Aldehuela.  A la entrada de la Aldehuela estaba esta plegaria que me gustaba leer antes de meterme por aquellos bucólicos recovecos. Había hasta una pequeña playa junto al río y lo que más me sorprendió un verdadero bosque, casi encantado, que cuando te introducías en él podías hacerte la ilusión de haberte perdido en medio de aquellas decenas de gigantescos árboles y desde su espesura se dejaba de ver la luz del sol.  Era la primera vez que veía tantos árboles juntos en mi vida. No tengo que decir que aquel se convirtió en uno de mis rincones preferidos de aquellos años donde respirar aire puro y sentirte uno con la naturaleza era tan fácil como recorrer aquella cuesta y leerse los treinta rótulos de la calle.

        Hace muchos años que no voy allí, pero la última vez que fui me entristecí, porque aunque el parque seguía, alguno quizás para evitar la muerte de los árboles por el calentamiento global, se había adelantado y había hecho desaparecer aquel bosque encantado e irrepetible.

A primeros de mes

A primeros de mes

         Ayer empezó el mes de octubre, el mes que más me gusta de todo el año y, que por ello, procuro saborear de una manera especial antes de que lleguen esas festividades en que se recuerdan, especialmente, a los difuntos.

         Al empezar este primero de mes, no sé por qué, me he acordado de esa frase hecha que, a aquellos que nuestros padres sufrieron el hambre de la postguerra, nos decían en nuestra infancia. En aquella época, donde la recuperación económica iba a paso lento, no existía esa “magia” producida por el dinero y que hace que cuando nuestros hijos necesitan algo automáticamente lo tengan. En aquellos años, sin embargo, la magia era diferente sólo tenía unos días concretos. Así cuando los frecuentes estirones asomaban mis delgadas piernas más de la cuenta se procedía a estirar los dobladillos de los pantalones, hasta que se agotaban. En aquel momento yo pedía unos pantalones nuevos, no tenía, al ser el mayor, la “ventaja” del resto de mis hermanos que heredaban los míos. Entonces es cuando me decían, que tendría que esperar un poco, “a primeros de mes”. Y, efectivamente, como si fuera una fecha mágica acudía con mi madre a una tienda de confección donde lo normal era pagar la ropa “a poquito a poco” y yo salía con mis flamantes pantalones con el dobladillo de reserva para futuros alargamientos. Sí, me acuerdo de aquella magia de los “primeros de mes” pero sobre todo la verdadera magia, de la que no fui consciente hasta años después, que desarrollaban mis padres para con un solo sueldo sacar adelante una familia de once miembros.

Hallazgo

Hallazgo

          En alguna ocasión ya he dicho la afición que tuve en mi infancia a los comics, bueno tebeos le llamábamos entonces, y que sin duda fueron el gérmen de mi afición primero por la lectura y luego por la escritura. Leía todos aquellos tebeos que me llegaban a mis manos: TBO, DDT, Pumby, Tio Vivo, Jaimito, El capitán trueno, Tíntín, Astérix, Lucky Luke, los de la editorial Novaro, los superhéroes de Marvel... Algunos eran heredados, otros intercambiados con amigos y otros muchos comprados. Aún guardo como un verdadero tesoro muchos de aquellos tebeos encuadernados de los años 50 a 80. ¿A qué viene este recuerdo por estos comics? A que hoy de visita en casa de mi padre, uno de mis hermanos sacó una caja de viejos tebeos no controlados y me reencontré, entre ellos, con toda la colección que tenía de Hazañas Bélicas del capitán Gorila, con los que yo disfrutaba y que a la que suponía perdida pues hacía más de treinta años que no los veía.

          Me dio mucha alegría volver a tenerlo en mis manos. Aquí comparto con vosotros la portada de uno de ellos que data de 1969. Algo me dice que voy a pasar un buen rato, distraído, releyendo estas viejas aventuras.

José María Pemán

José María Pemán

         La figura de este escritor gaditano siempre ha ido unida a mi niñez. Casi todos los días pasaba por delante de su casa en la Plaza de San Antonio y a través de la ventana de su despacho no era raro ver aquella figura enjuta escribiendo. Nació en 1897 y siempre recordaba la historia de que había sido compañero de clase de mi abuelo. Su persona se hacía habitual en muchos de los eventos sociales y culturales de aquella época. Pemán murió en 1981, la foto que acompaña a este post es de su entierro hecha por elbúcaro, y en estos veinticinco años parece que su figura ha sido desdibujada o silenciada tal vez porque se le ha unido a determinadas corrientes políticas, cuando creo que algo que le caracterizó es que su postura nunca fue radical.

          Al cumplirse los veinticinco años de su fallecimiento me parece interesante la iniciativa del Diario de Cádiz de poner al alcance de sus lectores una recopilación de una parte de su extensa obra (Memorias, Poesía, Artículos y Narrativa) realizada por la profesora de la Universidad de Cádiz Ana Sofía Pérez Bustamante. Recuerdo algunos de sus artículos escritos con ese especial gracejo gaditano que le caracterizaba o aquella serie de la que fue autor, El Séneca, de nuestra televisión de los 70 protagonizada magistralmente por el actor Antonio Martelo. Una iniciativa importante la de esta publicación que viene a sacar de su injusto olvido a este escritor fundamental en la España del siglo XX.

 

SE IBA EL PENSAMIENTO MIO

  Se iba el pensamiento mío

por entre los juncos verdes

de la orillita del río.

Se iba el pensamiento mío...

Él iba tras su quimera.

Por cortarle su carrera,

por torcerle su destino,

una flor dijo a su paso

-Tengo pétalos de raso...

Y un pájaro: -Yo sé un trino

más claro que el cristalino

manar de la torrentera...

Y el viento:- Yo sé el divino

cantar de la Primavera...

Pero él siguió su camino,

porque iba tras su quimera.

(José María Pemán)

Revolviendo recuerdos

Revolviendo recuerdos

             Ayer mientras trabajaba me sorprendió una llamada del actual Director del colegio donde estuve trabajando hace unos veinte años. Ese mismo día iban a hacer una especie de recuerdo-homenaje a todos los que habiamos pasado por aquellas aulas, al parecer me habían mandado una invitación por correo pero había sido devuelta. Hay métodos más fiables de contacto, como la llamada que me estaba haciendo, y de haberlo sabido con tiempo probablemente hubiera recorrido los 600 km y veinte años que me separaban de aquel lugar. Eso no quita para que aquella llamada revolviera en mi interior muchos de los recuerdos que tenía dormido de mi última época de profesor.

             Era un centro de la antigua Formación Profesional donde diariamente lidiábamos con alumnos adolescentes la mayoría de los cuales estaban allí porque “no servían para estudiar”. Compleja paradoja la de tener que imbuirle el estudio no a chicos que querían estudiar otra cosa como una preparación a una profesión, sino a gente que no le interesaba en absoluto las aulas. No era extraño pues que en clase de Matemáticas, muchas veces, tuviéramos que re-pasar hasta la tabla de multiplicar. Sin embargo a pesar de aquel sobreesfuerzo al que obligaban las clases guardo muy buen recuerdo de aquellos cuatro años. La mayoría de mis compañer@s era gente joven y había muy buen ambiente, que nos llevaba a alargar nuestra labor educativa, más allá de las simples clases, con reuniones con los chicos e incluso excursiones y actividades de fin de semana.  Mi primer año fue bastante duro respecto al horario porque había dos turnos de clases, uno por la mañana de 8 a 14,30 y otro por la tarde 15,30 a 22 h.  Y mis 28 horas de clase se dispersaban de mala manera por todo aquel horario. Ello hacía que por ejemplo los lunes empezara a trabajar a las 12 de la mañana, los jueves sólo tuviera una hora de clase a las 9 de la noche y los viernes…tenía nueve horas de clase desde las 8 de la mañana hasta las 10 de la noche, lo que me hacía acabar la semana sin fuerza ninguna. Menos mal que en esos años jóvenes se puede con lo que a uno le echen y, sobre todo, porque al año siguiente aprovechando que marchó una compañera, mi horario se reestructuró y  quedé con turno de mañana solamente. 

                De aquellos años de inmersión profesoral quedé con un gran aprecio por la labor de los profesores, muy especialmente los que briegan día a día con los adolescentes, porque sé lo que es eso y en estos últimos años es, sin duda, mucho más complicado a causa del ambiente social que les ha tocado vivir.

                 Al atardecer, cuando parecía que este rebujillo de recuerdos se había sosegado ya, recibí otra llamada de teléfono. Ésta era de una amiga que sigue trabajando en aquel colegio, para decirme que me habían nombrado, como a tantos otros, en aquel acto y se había acordado de mí. Al escuchar aquella voz, otros recuerdos de tipo muy diferente se agitaron dentro de mí.

En aquella naciente Universidad

En aquella naciente Universidad

             A partir del post de Kotinussa muchos recuerdos se han removido por mi interior de aquel curso 76-77 en que, sin conocernos compartimos el mismo edificio universitario. Sin duda la situación era original, la Universidad de Cádiz era incipiente y sus instalaciones se repartían como podían. En aquel inmueble de bar compartido, por los estudiantes de Filosofía y Letras y los de Químicas, pasábamos las horas.             

            La facultad de Químicas estaba comenzando lo que hacía que se dieran situaciones pintorescas. Cualquier votación por parte del alumnado siempre las ganábamos los de primer curso ya que constituíamos casi el 70 % del total. Uno de los profesores venía a dar sus tres clases semanales desde el instituto de un pueblo cercano a cuyo claustro pertenecía, otro era trabajador de la fábrica de cervezas, algo interesante porque pudimos visitarla. Nos llamaba la atención uno joven, hoy debe ser ya catedrático que cuando hablaba de las partículas del átomo hablaba del “eletrón” y el “potrón”; nunca nadie se preocupó de decirle que no se llamaban así. De las profesoras recuerdo a una que, cuando daba su clase, acumulaba a casi todo el personal en las primeras sillas pero más que por las explicaciones era por la minúscula falda.  

             El maridaje con los alumnos de Filosofía y Letras se desarrollaba sin interferencias. Nos resultaban extraños aquellos individuos de aspecto desaliñado y que solían llevar un libro bajo el brazo, les solía sobrar tiempo para leer, algo que nosotros aparte de libros llenos de sesudas ecuaciones matemáticas y físicas, nos estaba vetado por falta de tiempo. Una cosa que envidiábamos era sus pocas horas de clase pues nosotros aparte de las teóricas de la mañana teníamos todas las tarde ocupados en práctica de laboratorio.            

            Pero todo tenía su parte buena. Cuando salíamos al atardecer del laboratorio, con la bata blanca, doblada sobre la carpeta, llena de manchas y agujereadas por las salpicaduras de ácido, atravesábamos la carretera y ante nosotros se abría uno de los espectáculos más hermosos que se puede observar: la puesta de sol en la playa de la Caleta. ¡Sólo por eso hacía que valiera la pena pasarse la tarde entre probetas y tubos de ensayo!

El tiempo meciéndose

Durante la lectura de “La montaña mágica” de Mann ha habido momentos en que, participando de esa situación temporal en que el tiempo parece detenerse y mecerse en el aire, no he podido dejar de evocar dos años muy diferentes de mi vida, en lugares que distaban más de dos mil kilómetros y en que tuve la sensación de que las circunstancias externas de mi vida se detenían.

Fue como si esa “prisa” que nos acompañara por avanzar en el día a día, quedara oculta y disfrazada de una capa que parecía detenerla. Yo era consciente de que la vida seguía fuera de las fronteras que me rodeaban, si se me olvidaba, las pocas y puntuales interferencias, cartas o llamadas de teléfono, que me llegaban de los que estaban “fuera” se encargaban de recordármelo.

Siendo tan diferentes los lugares y circunstancias, había una serie de coincidencias:

-Se coincidía con gente con la que difícilmente se hubiera coincidido en la vida cotidiana.

-Nuestros orígenes tan diversos me abrían a circunstancias, personas y situaciones no imaginadas anteriormente.

-Salvo pequeñas y concretas salidas de aquel ambiente la estancia era de veinticuatro horas y, en ambos casos, casi trece meses.

-El tiempo era lo que más abundaba, quizás por eso se le daba tan poco valor. Nunca fui tan rico en tiempo como en aquellos dos años.

-En uno de los lugares pasé tanto frío como nunca tuve y en el otro disfruté de tanto sol como nunca sentí.

-A pesar de los conflictos que siempre surgen, el ambiente era relajado, no existen muchas de esas cosas que estresan la vida cotidiana: no había que hacer compras, ni actividades domésticas, no había que preocuparse de organizar el día, no había que hacer declaración de la renta, ni siquiera mirar la  cuenta del banco…¡no disponía de ninguna!

-Viví como una liberación el salir de ambos sitios y regresar a la vida cotidiana, no era consciente entonces de que nunca más tendría la posibilidad de ver al tiempo mecerse de aquella forma.

¿Habéis tenido alguna vez estas sensaciones?

Una de cigüeñas

Una de cigüeñas

             Frente a mi centro de trabajo se levanta una torre donde se han instalado, de modo permanente, unas cigüeñas. Se han acostumbrado al tiempo de aquí y no les debe valer la pena eso de emigrar a otras latitudes, a riesgo de que alguna otra le usurpe su acogedor nido, por lo que no tenemos que esperar, como antaño, a San Blas para verlas. Sus figuras estilizadas planean continuamente por los alrededores recorriendo torreones y alturas cercanas, acariciando las calles con sus sombras.

             Siempre que las veo me acuerdo de un compañero al que conocí en Zaragoza que, como era millonario en minutos y aficionado a las aves, se dedicó en un cuaderno a hacer un estudio pormenorizado sobre las cigüeñas de una chimenea cercana. A veces, a la hora del desayuno ya no estaba y había iniciado sus observaciones que recogía fielmente, con croquis incluido, en aquel cuaderno. Luego me presentaba sutiles coincidencias, como que hacía una semana en que una de aquellas cigüeñas había dado una vuelta a una torre cercana a las 9,15 h, cosa que había repetido ese día. El colmo fue cuando, no conforme con aquel estudio a distancia, decidió aproximarse. Para ello tuvo que hablar con una vecina cuya azotea estaba muy próxima a la chimenea y allí montó su punto de observación consistente en tres palos de metal formando un trípode sobre lo que deslizó una sábana vieja previamente teñida en una solución concentrada de café, según su teoría el blanco asustaba a las cigüeñas más que color café. A la sábana le hizo un agujero por el que introducía la cámara con un teleobjetivo que pacientemente dirigía hacia aquel nido rompiendo la intimidad de aquella familia, ahora aumentada por el nacimiento de varios cigüeñelos. Aquella mirada curiosa, casi mimosa, asistió a la educación inicial de los mismos por parte de sus padres, pero cuando estuvo a punto de llegar el momento cumbre en que estos alzan el vuelo por primera vez, nos tuvimos que marchar de Zaragoza. Cuando pasamos por debajo de la chimenea mi compañero echó una última mirada, cargada de tristeza, hacia arriba. No sé si será cosa mía pero me pareció escuchar el característico sonido del pico de las cigüeñas que le decían adiós.

Chacolín

Chacolín

Hoy algunos llegan a creer que lo que no está por Internet no tiene clara existencia, pero sin embargo hay recuerdos, sensaciones y espacios de memoria que nunca se verán retratados en la red de redes. Hoy quiero referirme a un recuerdo infantil: Chacolín.

Chacolín era un teatro de marionetas, lo de llamarlos títeres ha sido mucho después, que montaban durante mi infancia gaditana, trastocando la vida de los niños. Desde que veíamos alzarse el teatro con aquella estructura gigantesca, así nos parecía a nosotros, no descansábamos hasta que nuestros padres nos llevaban a verlo.

Las tramas no por ser similares y menos complejas nos dejaban de emocionar. Chacolín era un joven valiente, aguerrido y aventurero, protagonista de las historias. Nunca me preocupé de los rasgos que tenía, lo solía ver muy lejos. Tenía de amigo un enano, al estilo de Roberto Alcázar y Pedrín. Luego aparecían un rey y una princesa que era secuestrada por una malvada bruja. De ésta destacaba una luenga nariz y una desgreñada melena blanca que nunca conoció una peluquería. La aventura transcurría con el trabajoso rescate de la princesa, al que acudía Chacolín armado con su terrible armas dos palos planos, que siempre me recordaron a los palos de helado, con los que daba mandobles a la bruja…cuando la encontraba. A pesar de su sagacidad le costaba encontrarla, porque cuando Chacolín estaba por la izquierda ella asomaba su melena por la derecha y viceversa; hasta que gracias a la inestimable ayuda que le prestábamos desde las sillas se encontraban frente a frente y le arreaba con aquellos palos. Los golpes hacían que la melena blanca le cambiara de orientación. La bruja aprovechaba que Chacolín se daba la vuelta para levantar la cabeza, hasta que al final, tras los avisos del público, nuevos mandobles hacía que no se levantara más. El final era el reencuentro del rey con su hija con los aplausos del personal.

Nunca más volví a ver a Chacolín, tal vez esté dormido en un cajón en eterna convivencia junto a su mortal enemiga. Hoy probablemente no fuera muy políticamente correcto tanto golpe por mucha bruja que fuera y despeinada que estuviera. En Internet no se encuentra nada sobre él, sólo una leve referencia a que quien lo realizaba era “Talio”, el padre de José Luis Moreno, sin embargo no olvidaré aquellas tardes emocionantes en que me hacía disfrutar y en las que, al contrario muchas veces que en la vida real, el bien siempre triunfaba sobre el mal.

 

(Dedicado a alguien con quien compartí hace unos días, estos recuerdos en color sepia).

Una historia navideña

Una historia navideña

Hace mucho tiempo, en aquellos lejanos en que todavía existía el servicio militar, a Alberto lo destinaron a vestirse de caqui durante un año a las islas Canarias. Allí llevaba desde primeros de julio y, ahora, se estaban acercando las fechas navideñas. El tiempo seguía siendo bueno y caluroso, muy diferente de las gélidas temperaturas peninsulares, y el ánimo si bien había estado medianamente entero hasta ahora, ya se iba deteriorando. La proximidad de estas fechas le estaba influyendo y aunque feliz en las islas le pesaba aquella “soledad acompañada” del cuartel, sus compañeros no eran mala gente pero no había intimado con ninguno, por lo que la única relación que tenía con ellos era el tiempo que compartían tras los muros del acuartelamiento.

Pasaba mucho tiempo solo paseando por las calles del barrio de Vegueta o disfrutando de la playa de Las Canteras. Pero ahora aquella soledad se le hacía insoportable, echaba de menos a su familia a la que hacía casi seis meses que no veía,  a sus amigos y sobre todo pasar la navidad con los suyos y en su tierra. Aunque algo sí tenía muy claro, por muy especial que fuera la comida del cuartel no pasaría la noche allí dentro, compartiendo nostalgias y lamentos en medio de los vapores alcohólicos a los que estaban acostumbrados la mayoría de sus compañeros.

Esa tarde le llamó su amiga Paula, había llegado de Salamanca, donde estudiaba y se conocieron años antes, a pasar las vacaciones con su familia. Hacía tiempo que no se veían y le alegró mucho aquel reencuentro, especialmente cuando ella le dijo que por qué no pasaba la nochebuena y navidad con ella y su familia, que sus padres estarían encantados. El los conocía bien, aunque el deseo de una vida mejor le trajo a Las Palmas, habían nacido en la misma provincia andaluza de Alberto y enseguida sintonizó con aquella familia, compuesta por los padres de Paula, tres hermanos y su sobrina, por ello le llenó de alegría aquella invitación. No pasaría la noche golpeando su soledad contra las paredes.

Y aquella Nochebuena, aún acordándose mucho de su familia, Alberto se sintió uno más compartiendo la mesa y la alegría de aquella familia. Y no se sintió solo y sobre todo se sintió muy feliz, porque había experimentado en sus propias carnes  lo que es la acogida y el sentido más profundo de la Navidad.   Con ellos celebró también el almuerzo del día siguiente y el fin de Año.

A los pocos días, paseando sólo por la calle el día de Reyes mientras la gente compraba compulsivamente para regalar, pensaba que nadie le había regalado nada, sin embargo enseguida cambió de opinión al darse cuenta del regalo tan maravilloso que había tenido al sentir como nunca lo que era la hospitalidad.

Sin duda, aquella Navidad marcó decisivamente a Alberto y, a pesar del tiempo transcurrido,  todos los años cuando llegan estas fechas no deja de acordarse de aquellos amigos que viven tan lejos pero a los que lleva bien cerca en su corazón y que fueron capaces de hacerles descubrir de una manera muy especial el misterio de la Navidad.

(Menos el nombre, cualquier parecido con la realidad es total  coincidencia).

La pensión

    No, no me voy a referir a esos emolumentos que reciben los ancianos a final de mes y que, en la mayoría de los casos, les obliga a convertirse en verdaderos equilibristas de la economía sino al otro tipo de pensiones. A esas pensiones que tan bien han retratados nuestros novelistas de fines del siglo XIX y principios del XX, así como esas películas con sabor a sepia que nos las visualizaban.

     En estas pensiones, comandadas habitualmente por una señora viuda venida a menos, se reunía en torno a la mesa un variado colectivo: oficinistas, jubilados, mujeres de dudoso oficio, nobles con más apellidos que patrimonio, artistas de medio pelo e incluso familias. Solía existir, además, la hija de la patrona que ayudaba a su madre y andaba a la caza y captura de algún pretendiente con posibles. Siempre me pareció un ambiente asfixiante el de estos lugares, donde cada uno se obligaba a exponer sus miserias íntimas ante el resto de los huéspedes, careciendo de ese punto de intimidad tan deseable en la vida cotidiana y sobre todo cuando esa estancia no era algo provisional sino tendente al infinito.

    Mi única experiencia con una de esas pensiones fue en Ceuta, que fue mi primer destino tras aprobar oposiciones. No me alojaba en la pensión, aunque si nos reuníamos cinco compañeros a almorzar en una de ellas. La patrona era una anciana de gran simpatía y oronda figura que se encargaba de distraernos el hambre con algún guiso casero. La comida sin ser del otro mundo nos quitaba el hambre y nos nutría, de hecho hoy uno de aquellos comensales ha llegado a ser el alcalde de su pueblo. En la comida nos solía acompañar alguno de los que allí se alojaban. Gente desbaratada de mente que, poco antes habían tenido que cerrar su cama para que se pusiera la mesa, y que nos contaban historias inverosímiles, de aventuras en Marruecos cual Lawrence de Arabia de pacotilla. Nosotros escuchábamos aquellos relatos mientras comíamos con la mirada distraída hacia la ventana desde la que se veía el Estrecho de Gibraltar y veíamos alejarse el ansiado barco que, el viernes tomaríamos, y que atravesaba a Algeciras. Aquella comida, habitualmente, era regada por un vaso de vino, hasta que un día uno de nosotros, observó como en la cocina tras recoger la mesa, la criada de la pensión, una marroquí que hacía de cocinera, rellenaba de nuevo la botella  de vino con lo que había sobrado en los vasos. Desde entonces, ¡sólo agua!

El frontón

El frontón

El otro día al volver a mi antiguo colegio, tras muchos años sin ir, descubrí con pena que había desaparecido el frontón. En aquellos años 70 los numerosos profesores vascos que allí había trajeron de aquellas lejanas tierras algunas de sus costumbres como el mus y  la pelota vasca o frontón, como nosotros lo llamábamos. Incluso se llegó a construir dos campos reglamentarios con una gran pared donde se disputaban campeonatos y que usábamos habitualmente para jugar en los recreos.

 

Yo solía ser de los alumnos tempraneros por la mañana y distraíamos la espera jugando al frontón. A veces, con mucho frío y humedad y sin, casi, atisbar la pelota con esa luz tupida del amanecer. Lanzábamos contra la pared aquella pelota tan fuerte que nos lastimaba la mano y corríamos a recuperarla tras el golpe del contrario por lo que a los pocos minutos el frío lo sustituíamos por el sudor y los pulmones llenos de aire helado nos hacían respirar con dificultad. Era un juego vivo que jugábamos por equipos y que nos servía para curtir la mano y el sonido estruendoso de la pelota contra la pared acompañado del oleaje que nos llegaba por la cercanía de la playa, nos hacía entrar despiertos y animosos en clase. El frontón fue derribado, hoy los alumnos corretean menos por el patio y tienden más a escuchar los mp3 o a jugar con la game boy que, si puede encallecer algo, son los  pulgares.

 

Aún hoy puedo recordar el dolor del golpeteo de aquella pelota sobre la palma de la mano, pero la experiencia me ha enseñado que hay dolores que duelen más en las manos, y es el de aquellas ocasiones en que debieron acariciar y, por lo que fuera, no lo hicieron.

A una vieja amiga

A una vieja amiga

     Hoy sin saber muy bien por qué me acordé de ti. Recuerdo cuando nos conocimos hace ya 26 años, en una ciudad extraña para los dos, tú a 250 km de tu casa y yo a algo más de 900 Km. El azar y similares circunstancias nos llevaron a coincidir y de vez en cuando nos saludábamos en actos y reuniones.  Nos fuimos conociendo, muchas veces compartimos charlas y profundidades y el curso transcurrió a la vez que nuestra amistad se fue afianzando, siempre rodeados de mucha gente a nuestro alrededor.

     Pero un día, decidimos que aquella charla fuera  a solas entre nosotros. Hoy mirado en la lejanía suena casi ridículo, pero aquella escapada en una época en que las emociones, sin ser negadas, podían someterse a sospecha fue toda una aventura. Gastamos el suelo con nuestros pasos paralelos en aquel parque junto al río, que recorrimos a todo lo largo en varias ocasiones. Nuestros pasos se acompañaban de las palabras, palabras que nos liberaban al poder compartir nuestras frustraciones y esos límites, que no entendíamos, a esas ilusiones tan análogas que, entonces, los dos guardábamos dentro. Nunca contamos a nadie aquel oasis de tres horas en medio de aquel año duro. El paseo aquel sonó a despedida, porque aunque luego nos vimos alguna que otra vez sabíamos que nunca podríamos comunicarnos como entonces y que sólo faltaban unas semanas para que nos separáramos para siempre, como así fue.

     Transcurridos los años, las circunstancias se ocuparon de trazarnos con más o menos dolor la vida a cada uno y nos separó para siempre más de mil kilómetros. En ese diseño, que impone el tiempo, se hundieron muchas de aquellas ilusiones, aunque otras, más protegidas o escondidas sigan siempre vivas. No perdimos el contacto porque yo procuraba de vez en cuando llamarte para ver cómo transcurría tu vida. Cambiabas tu idioma habitual para que yo te entendiera, aunque no siempre fuera así. Una vida que, sobre todo la última vez que hablamos, la noté pesarosa y cerrada entre ti misma y un trabajo que te ocupaba todo lo demás. Me sentí mal al colgar el teléfono y me puse a escribirte, a animarte a que salieras de ese círculo cerrado en que has convertido tu existencia. Pero no sé, ni siquiera, si te llegaron mis palabras porque nunca me contestaste a aquella carta. Hoy  me acordé de ti y te he escrito aunque sé que nunca lo leerás, siempre te negaste a tener un móvil o acceder a internet y…sigues ahí recluida entre ti y tu trabajo.