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El búcaro de barro

Mi máquina de escribir

Mi máquina de escribir

            Ahora que te he descubierto arrumbada en un rincón del trastero, mientras motas de polvo dibujan líneas sobre tu funda, máquina de escribir, he recordado la historia que juntos hemos vivido. Mis recuerdos originales son los de la máquina de mi padre y su tecleo rápido sobre la mesa del salón.  Alguna vez me la dejaba y yo, colocando el folio, intentaba remedar su velocidad. Lo único que conseguía eran unas líneas de letras caprichosamente mezcladas y una serie de varillas que se enganchaban unas con otras y que tras liberarlas me tiznaban de negro las yemas de los dedos.

                Un acercamiento más serio fue, durante un verano adolescente, en una academia de mecanografía durante varias semanas en las tardes de temperaturas imposibles. Aquellas máquinas eran negras, a mi me parecían jorobadas, de teclas redondas sobre las que había  que realizar un  gran esfuerzo para teclear aquella frase de muestra en la que estaban todas las letras del abecedario. Raramente volví a encontrarme con una máquina de escribir, hasta que empecé el servicio militar, donde presentado a una prueba de mecanografía conseguí destino en una Caja de Reclutas.  Me pasé casi todo el tiempo en una oficina con una especie de ordenador a pedales con un gigantesco teclado, una pantallas minúscula y unos soportes que eran discos flexibles grandes. Terminada la carrera y ya trabajando, un día se me ocurrió presentarme a oposiciones para la Administración y no tuve más remedio que mejorar la velocidad y calidad de mi teclado. Me apunté a una academia de mecanografía, que todavía existe, junto al Palacio de Deportes de Madrid. Ahora las máquinas se habían modernizado y escribía con unos auriculares sobre los oídos donde me dictaban machaconamente.

                Pocos meses antes del examen fue cuando la descubrí, pasaba de vez en cuando por el escaparate de aquella tienda y ella me sonreía desde el escaparate. No era de las más pequeñas, ni tampoco de las más grandes, lo que era importante pues tenía que cargar con ella el día que fuera al examen. Mi economía no  era muy boyante, pero al fin tenía mi máquina de escribir. Me gustaba la letra que tenía: original y cursi, decían otros. Me entrené con  ella y el día del examen, tras hacer los supuestos prácticos los tuve que mecanografiar. No sé que sería lo que estaba  mal, si los supuestos o lo mecanografiado, pero...¡me suspendieron!  En las oposiciones que finalmente aprobé…no me exigieron mecanografía.

                Aquella máquina, después de aquello, se quedó en un rincón para siempre, sólo alguna vez la he sacado y ahora semeja a un viejo pc sin pantalla y con impresora, sin cables, incluida, y cuando, como ahora,  la tengo entre mis manos y oigo el ruido de sus teclas no puedo dejar de sentirme invadido por las hebras de la nostalgia.

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