A cada lado de los visillos
Él paseaba, recién atardecido, despacio, por la calle, con las manos en los bolsillos. Una vez más pasaba junto a aquella ventana en la que su vista quedaba atrapada por la imagen de los visillos iluminados. Imaginaba al otro lado un lugar acogedor. Una luminosidad que haría estallar de alegría a los muebles que encerraba y a las personas que allí habitaban. Echaba de menos el no formar parte de aquel pequeño universo, protegido su corazón desnudo por aquel refugio seguro.
Ella se acercó, otra vez, a los visillos que cubrían la ventana y mirando, a través de ellos, se sentía agobiada y limitada por los límites de aquella habitación. Soñaba con esa imagen nebulosa que le devolvía la calle, con ese petirrojo que iba y venía al marco de la ventana y con las prímulas que crecían alegres en el exterior. Deseaba salir al mundo, derribar aquellos muros y caminar, sin límites, hacia donde le condujeran sus pasos.
No lo pensó más…
Él se acercó a la ventana y se aupó para atravesar aquellos visillos y penetrar en la seguridad que se adivinaba tras ellos. Ella, al mismo tiempo, descorrió aquella tela para salir hacia la gozosa incertidumbre. Y en el marco de la ventana se encontraron al mismo tiempo, uno con los pies hacia dentro y la otra con los pies hacia fuera. Se miraron a los ojos y fue cuando, al descubrir el interior del otro, se dieron cuenta que probablemente el ir al otro lado no colmaría sus anhelos. Se quedaron allí sentados, uno junto al otro, mientras los visillos, aleteados por el viento, acariciaba sus rostros.
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