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El búcaro de barro

Escribiendo

Meciendo

Meciendo

     Hay cuadros, como éste del pintor Ahumada, que al contemplarlos, nuestra mirada se deja mecer por el sosiego y la luz que emanan, de la misma manera que esa barca de pescadores baila suavemente sobre las aguas del río Guadalquivir, frente al Coto de Doñana.

El sillón de masajes

El sillón de masajes

       No era una hora muy adecuada para recibir visitas, me dije saltando de la cama, cuando, siendo domingo, el reloj no había dado aún las diez. Anudé de mala manera mi batín y con  los pelos enmarañados y ojos semiabiertos abrí la puerta con el gesto más adusto que pude poner.

            Pero no pude hablar ante la sinuosa figura que junto a mi puerta, me pedía perdón por la intromisión matinal en mi intimidad y que rápidamente me desarmó. Se llamaba Virginia y me contó esa historia, mil veces conocida, de la que se pasa toda la semana trabajando, incluso los domingos, para no vender ningún sillón de masajes, que es lo que vendía y en todo ese tiempo no había ganado un solo euro, ya que trabajaba a comisión.

          Tras aquella ráfaga de palabras no pude menos de tener conmiseración e invitarla a que, al menos, me contara las excelencias de aquel sillón, que pronto me enteré que tenía hasta doce velocidades y provocaba unas sensaciones tan útiles como necesarias para relajarse. Me gustó ver como su rostro se le iluminaba, era la primera vez que la escuchaban y podía desarrollar todo lo aprendido en aquel curso de ventas que tanto dinero le había costado.  Tan feliz se sintió que se avino a traer un sillón de que tenía en el depósito y en mi coche lo trajimos a mi casa, para poder experimentarlo. Me daba cuenta que cada vez se estaba haciendo más complicado el decir que no y más cuando manejado el mando a distancia con los dedos finos de Virginia, gusté los diferentes tipos de masaje que el sillón provocaba sobre mi espalda.

…..

            Cuando ya han pasado seis meses de aquel domingo, voy a decir en que quedó todo aquello, pues si sigue leyendo es que quiere satisfacer su curiosidad.  El sillón sigue en el rincón de mi salón donde lo depositamos. Fue el primer y último sillón que ha vendido Virginia en toda su vida laboral, porque después de esto dejó de trabajar. El sillón nunca lo he puesto a funcionar, y me mira sin ojos, porque cuando quiero un masaje…para eso tengo a mi lado a Virginia que tiene mucha más habilidad que cien sillones de masaje.

Clin-clin

Clin-clin

      El concierto asíncrono de las gotas de lluvia me despertó desde el otro lado del cristal. Me sentí a gusto, con mi cabeza apoyada en la almohada y no teniendo que levantarme para ir a trabajar. Y aquel traqueteo acuoso ayudó, durante un buen rato, a volar mi imaginación sobre esos paisajes oníricos en los que nos permitimos flotar sin necesidad de la gravedad que nos impone la cotidianeidad.

      Miré a la calle solitaria con la luz atenuada de la mañana y seguí con mi mirada el curso de las aguas desde las nubes negras hasta esos canales de agua que fluían arrebujados hacia los desagües. El viento azotaba a las palmeras, que permanecían estáticas en el suelo, pero cuyas ramas se doblaban semejando hacer reverencias sin orden. Un paraguas roto se veía especialmente solitario junto a una esquina. Me sentí a gusto no teniendo que salir a la calle y aquella oscuridad se transformó en pereza que se empeñaba en retornarme hacia la cama. Resistí la tentación y preferí sentarme junto a la ventana y mientras el clin-clin de las gotas en los cristales me acompañaba, me puse a escribir estas letras.

Entre los lomos

Entre los lomos

      Siempre me recuerdo, desde que era un niño, con un libro entre las manos. Primero fueron los tebeos de todo tipo y luego Julio Verne, Karl May y la obra completa de Agatha Christie que me distrajo  durante el tedio de un verano adolescente. Este apego a los libros de lectura fue sustituido durante los años de universidad, por mi inclinación hacia los libros de estudios plagados de fórmulas y bastante escasos de letras, para dar paso posteriormente a otros libros, durante mi época de opositor, cargado de artículos legislativos.

            Posteriormente, ya más regalado de tiempo retorné a la lectura, primero con un acercamiento leve que fue incrementándose a medida que pasaba el tiempo. Llegado ese momento que la saturación de letras me obligó a soltarlas desde dentro de mi inspiración y a través de mis dedos. Hoy considero a las letras como unas viejas amigas que no sólo me entretienen, sino que me cuestionan y despiertan mis emociones. Actualmente siempre tengo algún libro entre manos y en ocasiones hasta dos o tres y el observar las tablas de mi librería cargada de libros de temas y tamaños variopintos, me hace sentirme en un ambiente acogedor. Hay momentos en que paso apresuradamente por su lado y al detener mi vista en los lomos, tan diferentes, de los libro es como si las horas que disfruté entre sus páginas aparecieran en un soplo como una caricia al espíritu y prometiéndome vividas y renovadas emociones si volviera a tomarlos entre mis manos.

Tocando música

Tocando música

     Te acuerdas? Fue aquel día en el que nos citamos para pasear por el parque. Nos reencontramos después de mucho tiempo de anhelado contacto. Desenvolvimos, frente a frente, nuestros deseos y buscamos al otro en un intenso abrazo. Paladeé, con especial deleite, ese instante en el que mis manos recorrieron tu cuerpo, palpándote de arriba abajo, como queriendo asegurarme de que estabas a mi lado.

     Era un día de otoño, con olor a humedad y nuestros pasos, gozosamente al unísono, crepitaban las hojas secas. La luz del sol, pálidamente luminosa, arrancaba vivos y hermosos colores de las hojas que enjaezaban las ramas de los árboles.  Atraídos por el sonido de la música nos acercamos al templete, donde en aquel momento el director alzaba la batuta hacia el cielo para iniciar los primeros compases del Lago de los Cisnes.

    Nos sentamos en la hierba a escucharla, mientras tu mano agarraba mimosamente la mía.  Blancas y negras, redondas y corcheas, alternaban con armonía en aquella composición, cuando en un determinado momento tus dedos deslizándose por mi palma llegaron hasta mi muñeca y como si arrancaras el sonido de mis venas, me la acariciaste al ritmo de la música. Las yemas de tus dedos se deslizaban por la piel interior del brazo, unas veces como si rasgaran las cuerdas de una guitarra, otras como si taparan los agujeros de la flauta o estiraran las cuerdas de un violín. Tus dedos hacían que me fuera fundiendo contigo a través de la música. Y en el último compás, tras un golpe certero de la batuta, todos los instrumentos sonaron al unísono, mientras nuestras miradas se encontraron deseosas en el aire. Entonces, nuestros labios se encontraron, acomodándose en los del otro, hambrientos de la proximidad y de la humedad ajena. Tu sabor jugoso unido a ese aroma tuyo que siempre reconozco, aunque esté oculto en algún sitio perdido de mi memoria, me rodeó de maravillosos temblores que aún hoy, cuando lo recuerdo, hacen vibrar todo mi cuerpo.

Sueños

Sueños

        Puedo aguantar mucho tiempo sin comer, pero no consigo que pase un día sin avivar y disfrutar de mis sueños. El soñar es un aderezo imprescindible en nuestra vida y un contrapunto a una cotidianeidad que muchas veces se nos muestra con una complicación y una dureza inmutable.  Los sueños, a su vez, tienen que ir cargados de un cierto realismo utópico que nos permita distinguir los que son posibles de los sueños imposibles. No hay duda de que los más maravillosos son los imposibles, aquellos que sabes que nunca alcanzarás, por mucho esfuerzo que pongas en ellos. Y que en cuanto les acercas tus manos se disuelven entre tus dedos. Aunque el ser consciente de ello no debe desanimarnos para que dejemos de soñarlos.

          El esfuerzo y la habilidad que ejercitamos en los sueños imposibles, orientan nuestra capacidad de soñar y, muchas veces, nos conduce hasta los sueños impensables. Esos sueños que nunca se nos hubiera ocurrido ni imaginarnos y que, sin embargo, cuando los conseguimos, como un regalo imprevisible, son muchos más maravillosos que el mejor de los sueños imposibles.

          Y esto no me lo ha dicho nadie, simplemente me lo ha enseñado la experiencia de la vida.

 

Azuzando a las musas

Azuzando a las musas

Hoy he estado sacando cosas, primero las chanclas de goma del armario envueltas en ese polvo invisible de los meses y segundo mis piernas blancas de los pantalones para brindarlas a la mirada del sol. Crema bronceadora que poco a poco va cubriendo toda esa piel que expongo al aire, una butaca de playa y un libro que leído bajo un cielo azul parece contar la historia de otra manera.

                Ha sido el primer día de playa. La piel parece desprenderse de esa pátina grisácea a la que le condenó el crudo invierno, que hemos tenido este año y empieza a abrirse a las distintas sensaciones que me van envolviendo. La brisa me inunda por entero en caricias sedosas que me hacen sentir a gusto. El rumor de las olas va sosegando hasta los últimos ápices de nerviosismo. El calor me embriaga en sensaciones placenteras. Mientras mi mirada, distraída de vez en cuando, de las páginas del libro se posan unas veces dejando mecerse por las ondas marinas, otras siguiendo las huellas de la gente que va caminando por la orilla sin un destino concreto. No es extraño que todo ese cúmulo de impresiones azuce a las musas que también andan perezosas y sean capaces de crear en mi cabeza variadas historias. Todo lo que me rodea me ayuda a tener unos instantes de felicidad.

                ¿Todo? Bueno, casi todo…porque en un determinado momento y columpiadas en el viento de levante, multitud de mariquitas hicieron su entrada en la playa y harto de sacudirme aquellos objetos voladores e identificados, cogí mis aperos y me vine para casa.

Un trabajo casi arqueológico

Un trabajo casi arqueológico

 

                Raúl regresó preocupado del colegio por el trabajo que le había mandado su profesor. Ya le habían avisado que al llegar a Secundaria las tareas se hacían más complicadas, pero no imaginó que pudiera ser tanto.  En cuanto merendó entró en su cuarto encendió el flexo y sacando el portátil con el que trabaja en clase, se conectó a la web de la clase donde estaban desarrolladas las instrucciones del trabajo que tenía que realizar.

                Tenía primero que buscar a un amigo, buscó en su lista de cuatrocientos amigos del Tuenti y pasó un rato hasta decidirse. Sobre un folio fue esbozando entre inspiraciones personales y búsquedas de Google aquello que se le fue ocurriendo. Le costó trazar letras sobre el papel y le vinieron recuerdos de sus ya casi ancestrales clases de caligrafía. ¡Qué esfuerzo le llevó rellenar una página de un folio! Luego sacó aquel papel doblado y amarillento que le había costado recorrer tres librerías hasta encontrarlo y que le llamaban sobre.  Puso el nombre de su amigo y debajo unos códigos extraños que no sabía de dónde salían pero que había que ponerlo. El papel lo metió en el sobre que cerró pegándolo con la lengua, no supo por qué le gustó ese gesto.  A continuación puso el sobre junto al pc, entró en el programa de correo electrónico y le dio a “enviar”.  Algo había hecho mal porque aunque reiteró ese gesto varias veces, el sobre seguía allí.  Solamente al profesor de Lengua se le podía haber ocurrido una cosa tan complicada, para comunicarse, como ésta que se hacía antiguamente y a la que llamó “escribir una carta”.

 

Envidia a los columpios

Envidia a los columpios

            Tengo envidia a los columpios con ese trabajo tan gratificante de divertir siempre. Con sus patas bien fijas en el suelo y unas cadenas que en vez de atar sirven para liberar su asiento oscilante. Se dejan acariciar por el sol, refrescar por la lluvia y  les basta con una  mano de pintura para sentirse renovados. Por la noche, cuando silencian sus chirridos, se dejan alumbrar por la luna y acariciar por la mirada de las estrellas. Espabilan cada mañana sin necesidad de desperezarse siempre que obtengan ese impulso necesario y creativo que los pone en movimiento y que raramente, desde entonces, les impide que la soledad los invada.

            Cada día siempre es nuevo y viene cargado de los rumores de un jolgorio infantil que nunca envejece, porque, con el tiempo, los niños que juegan siempre son sustituidos por otros. Surcan el aire sin cansarse, jugueteando a su alrededor las ramas de los árboles, moscas, libélulas y mariposas de colores, con lo que semejan celebrar una perpetua fiesta de cumpleaños.

            Sí, decididamente tengo envidia de los columpios.

Desperezándose

Desperezándose

            Esta mañana al amanecer, sentí un gran estruendo.  Asomándome a la ventana para observar la causa de aquel estrépito, pude ver a los árboles que, pensando que nadie los veía a esas horas, estiraban sus ramas hacia el cielo mientras se desperezaban al viento.

No me convences

No me convences

      No, no me convences, con que eres una artista original y no perteneces a un grupo de desarrapados bohemios y tampoco con que causes admiración en muchas partes del planeta. Empiezas a resultarme engorrosa, con tu insistente presencia, cansina y obsesiva. Ya puedes vestirte de algodones o en tus trajes más grises, me da exactamente igual. Me estás hartando  tanto cuando vas sola o amontonada en esa abigarrada pandilla que causa hartazgo.

         No, no me convences, querida nube, de que te admire, por hermoso que sea el cuadro, como éste de la foto en el que has pintado, con las gotas de la lluvia, árboles boca abajo en el suelo.

Enamorado

Enamorado

 

        Su aspecto era seco y taciturno, por fuera y por dentro, en ello influía, sin duda, que a pesar de haber entrado en la cuarentena, nunca había sido tocado por flecha alguna de Cupido. Las hojas del calendario caían siempre de idéntica manera haciendo que sus días, a lo largo del año, sólo se distinguieran unos de otros por la cantidad de ropa con la que se abrigaba. Pero hasta la piedra más seca es capaz de hacer florecer una minúscula semilla y así fue como una mañana, probablemente de primavera, nuestro protagonista se dio cuenta de que se había enamorado.

            Lo notó al mirarse al espejo, sus habituales arrugas le parecían tamizadas y la curvatura de sus labios en un gesto, casi olvidado, emitía una sonrisa. Mirose el interior y se dio cuenta, efectivamente, de que el amor había anidado con sutiles fuerzas en lo más profundo de su corazón.  Y ahora amanecía de distinta manera, cada día era como un pequeño milagro, cada gesto un deseo de compartir y no se dormía cada noche sin dar un intenso suspiro. Era consciente de que aquello que le pasaba, de que ese cariño que le brotaba de dentro por todos sus poros era lo más hermoso que nunca le había ocurrido.

     Acostumbrado a su vida gris, tanta felicidad le parecía imposible y a pesar de que la sociedad era ahora más permisiva, empezó a dudar si ese amor que sentía por él sería bien comprendido. Dudaba y se dolía con ello, de que cualquier tipo de amor pudiera tener criticas o siquiera límites. Decidió escribirle una carta en la que compartirle lo que sentía, cogió una hoja en blanco y solazó en ella sus sentimientos, hasta el punto de tener que secarla a la ventana, empapada por las lágrimas que derramó mientras escribía. Con paso, entre vacilante y saltarín, se dirigió al buzón de correos, por el que introdujo la carta que se deslizó despacio hacia el interior.

            Siguió viviendo, ahora, entre fantasías y realidad con cierta alegría reprimida. Esperando, sumido en incertidumbre, a un cartero que nunca llegaba. Al fin, un día, al abrir el buzón el corazón le dio un vuelco. Sacó agarrada entre sus dedos, de aquella estrechez oscura, la carta y nervioso rasgó aquel sobre del que salieron a ráfagas letras sentidas en una letra que bien conocía. Tras leerla, de sus ojos cayeron dos gruesos lagrimones mientras decidía que no le importaba que criticaran su enamoramiento… después de conocer tanta gente había concluido que no había nadie mejor ni más maravilloso, ni a quien pudiera conocer mejor, que sí mismo. Dejó su ropa cuidadosamente sobre la silla y acostándose en su cama, totalmente desnudo, se acurrucó feliz, sobre sí, y se quedó dulcemente dormido.

 

Un largo fin de semana

Un largo fin de semana

 

             Volvía a casa a mediodía del viernes, con una mezcla de agotamiento y felicidad, la semana había sido dura, pero provechosa y el cansancio acumulado durante los cinco días la hacía apetecible el descanso del fin de semana. La envolvía una cierta euforia, había logrado culminar dos importantes proyectos que tenía entre manos y había sido calurosamente felicitada por su jefe, quien la auguró un pronto ascenso. Se sentía, alzada en su recién estrenado cuarenta y cinco años, en un estupendo momento de su vida, a gusto consigo misma y con lo que hacía. Los clientes siempre preferían que ella les atendiera su capacidad organizativa y templada les hacía sentirse cómodos. Y se sentía admirada y querida por sus compañeros, en alguno de los cuales, ella se daba cuenta, despertaba algo más que admiración en alguno y algo más que envidia en alguna..

     El movimiento del ascensor la despertó de su ensimismamiento y se dio cuenta que era el momento de ir desnudándose de aquel disfraz y mutarse en aquel otro que, cada vez, le iba pesando más. El beso leve como el aire de su marido estuvo acompañado del “ya era hora” que estaba muerto de hambre… Tardó poco en desastrar su imagen y meterse en el ambiente onírico de los humos de la cocina. Su hijo adolescente con gesto malencarado le dijo que estaba harto de aquellas comidas que hacía y masculló continuamente hasta el momento del postre. Recogió toda la cocina y después puso el lavado, tras lo cual retomó el coser unas cortinas que le quedaron pendientes del fin de semana anterior, mientras el ruido de la televisión de su marido y la música de su hijo, pugnaban por vencerse mutuamente en el aire. Preparó la cena y cenaron, ahora en atmósfera silenciosa, su hijo se había ido y volvería “cuando le diera la gana” como claramente le indicó. Se sentó en el sofá y cuando despertó escuchó los ronquidos de su marido desde la cama.

            El sábado y el domingo no mejoraron mucho aquel panorama vivido entre sus ropas desaliñadas de marmota, su no parar en casa, su preparación del trabajo de la semana y su soledad acrecentada en la ausencia de cariño y caricias. Por eso no fue extraño que, durante la ducha del domingo por la noche, mientras el agua resbalaba por su cuerpo desnudo, sus lágrimas brotaran confundiéndose con los chorros de la ducha y con voz encogida, como quien dice sus últimas palabras, musitara en un par de ocasiones: ¡menos mal que mañana es lunes!

 

En la vertical

En la vertical

            Entras como tantas veces lo haces y por eso no le das importancia al hecho de atravesar esa puerta. Los tacones repiquetean sobre el suelo y, erguido en ellos, ascienden tus piernas torneadas en el aire hasta coronarse en tus nalgas, que se embuten, exquisitas en la tela ceñida de tu falda roja. Tu blusa descuidadamente abierta descubre tu más hermosa pareja de ondulaciones. Piensas en ti, esculcas en tu interior, y la soledad lacerante, que te acompañó durante toda la mañana, te hiere tan intensamente que parece agitar tu cuerpo. Una agitación que te pasa inadvertida porque se acompasa con el suelo que ahora empieza a temblar bajo tus pies. No sólo el suelo, ahora también el movimiento se transmite a las paredes. Cierras los ojos como para querer olvidar todo. Te apetecería tanto no estar sola en este momento…pero lo peor que tiene la compañía es que no siempre se eligen las ocasiones de disfrutarla. Te sientes engullida en las vibraciones que se producen a tu alrededor y, como pidiendo seguridad, te agarras con fuerza a la carpeta que tienes entre tus manos. No eres capaz de calcular los minutos que transcurren en esta agitación. Tienes el tiempo justo de atusarte el pelo cuando, al fin, se detiene y se abre la puerta del ascensor. Al salir a la calle, agradeces la ráfaga de aire helado que maquilla tu gesto.

La escritora

La escritora

                   Un día más se sentó ante el ordenador, con sus hombros desnudos sintiendo la caricia suave de su melena rubia, con sus dedos finos de uñas recortadas dispuestos a construir palabras y, sobre todo, con esa mirada expectante con la que se contemplaba cada tarde la pantalla, a través de las volutas caprichosas del té con limón. Curiosa y con el corazón habitualmente en un brete se acercaba a aquellas letras, que imaginaba de caligrafía fuerte si estuvieran escrito sobre el papel, que le iban desnudando la atractiva personalidad de Ramón. Era una sensación inusual las que aquellas letras le causaban, por un lado le atraían y seducían, por otro le inquietaban y preocupaban., aunque siempre contaba las horas para que llegara ese rato vespertino, en que deseosa y expectante se ponía a leerlo.

           Le gustaba aquel diálogo entre corazones en el que ella empezó abriéndose con la levedad del ser, pero que a través del paso de los días había ido abriendo ante aquel hombre desconocido las más hondas de sus entretelas. Era el hombre perfecto, muy diferente de aquellos con los que la vida parecía haberle obligado a tratar. Siempre tenía la palabra adecuada para hacerla gozar, cuando no ese piropo acertado que le hacía escalar su autoestima hasta extremos inusitados. Había tomado la costumbre, cual madrastra de Blancanieves, terminar todos los días su misiva  virtual con la misma pregunta: ¿Quién es la mujer más hermosa del mundo?

           “Tú, mi reina” y después seguía comentando el argumento del día, sobre el que ella había iniciado el día anterior en un diálogo rico y vivo. Hablaban de lo divino y de lo humano y ella se dejaba seducir por sus palabras. Ella amante de la escritura disfrutaba  excitadamente con aquel intercambio epistolar, hasta aquel día…

            “Tú estás bien, sin embargo las hay mejores”, aquello era presentimiento de tempestad y las letras que siguieron, esta vez eran diferentes, ahondaban en sus debilidades femeninas y se regodeaba en ellas. Ella intentó defenderse en la respuesta, pero el correo de vuelta era aún más duro. Llegó un momento que se le hizo insoportable que alguien se cebara así en ella y aquella actitud tornó en tal desesperación que un día, tras una frase especialmente hiriente abrió la ventana y se lanzó al vacío del espacio y de su vida.

             Nadie se preocupó de que aquellas cartas ya no llegaran, porque aquella escritora había intentado el más difícil todavía, como un jugador de ajedrez que juega contra sí misma, ella se escribía su propio chateo, pero lo más peligroso fue cuando intentó experimentar ahondando en sus defectos. ¡No pudo resistir que alguien conociera tanto sus zonas oscuras como las conocía ella.!

Ronquidos

Ronquidos

En la soledad de la cama, Laura, echaba de menos aquellos ronquidos de él de los que tanto se quejó. Pero ahora era demasiado tarde, otra mujer ya los había hecho suyos al descubrir el punto de ternura que se encerraba en aquel ulular nocturno.

La marquesina de autobús

La marquesina de autobús

             Hacía frío el otoño ya había hecho descender la temperatura y aquellas seis personas se refugiaron algo apretados , en aquellas primeras horas de la mañana, bajo la marquesina del autobús. Y como del contacto nace la confianza, cuando llevaron un rato de espera empezaron a charlar, tampoco había nada mejor que hacer… Y hablaron de lo divino y de lo humano, hasta que llegado el atardecer esa hora que empareja incluso a seres tan diferentes, como el sol y la luna, crecieron en sus intimidades. Cuando el sol salió, al día siguiente, la euforia les embargaba e incluso se alegraron, en días sucesivos de no ser el único amanecer que habrían compartido.

 

            A los nueve meses, cuando ya la primavera hacía brotar flores donde menos se esperaba, nuevos y minúsculos inquilinos, aumentaron los seres que pululaban bajo la marquesina. La densidad aumentó, menos mal que empezaba a hacer mejor tiempo y algunos salían a pasear por los alrededores, pero por la noche volvían y apretados dormían en su seguro refugio. El tiempo pasó y los niños hasta crecieron y se empezaron a dar clases usando de pizarra, el papel donde se señalaba el horario de autobuses.  Celebraron fiestas bajo aquella marquesina, incluso una feria a las que todos eran tan aficionado e incluso en Navidades se intercambiaban de regalo aquello que llevaban en los bolsillos.

 

            Los maduros se convirtieron en ancianos y los niños en rebeldes adolescentes y en aquel mundo pequeño se desarrollaban historias y conflictos como en el resto del planeta, lo que las caracterizaba era la espera de un autobús que tardaba más de lo habitual. Un día uno de aquellos adolescentes, más osado que el resto, se alejó cincuenta metros de la marquesina y en un poste de la luz vio un papel amarilleado por el sol y desgarrado por el viento en el que ponía: “A PARTIR DEL UNO DE OCTUBRE EL AUTOBÚS NO PARARÁ MÁS AQUÍ  POR CAMBIO DE ITINERARIO”. Un vacío desconocido lo invadió, aunque sólo fue un  instante, era de noche y era la hora de irse de botellón con  sus "colegas" a uno de los extremos de la marquesina donde lo estaban esperando.

Manual de instrucciones

Manual de instrucciones

     Cuando los rayos del amanecer alumbraron su cuerpo, Laura, saltó de la cama. Su marido se dio la vuelta para dormir un rato más. Sintió el suelo frío en la planta de sus pies. Llevaba tiempo preocupada por qué regalarle a su marido por las bodas de plata de matrimonio que, en las próximas semanas, iban a celebrar. ¡Tenía una idea! Se le había ocurrido en este último rato. Le regalaría algo escrito y dibujado por ella...se podría titular: "Manual de instrucciones para extraerles su magia a unos pechos femeninos".    

     Sonrió ante esta ocurrencia, pero fue sólo un instante, porque enseguida un rastro de pena nubló su semblante y sus lágrimas se fundieron con el agua de la ducha.

Marcela

Marcela

         En el pueblo, aunque sólo sea de vista, todos nos conocemos, pero este conocimiento es mayor cuando existe una mayor habitualidad en la visita a nuestra oficina, como en el caso de Marcela, dueña del bar y propietaria del piso en que se aloja, desde que llegó a aquí, Olga, mi compañera de trabajo,. Marcela tiene sus treinta y varios años, podría decir su edad exacta pero el sigilo profesional me lo prohíbe, ha enviudado ya tres veces. En ambas ocasiones se casó con solterones recalcitrantes del pueblo de carteras bien provistas, lo que unido a su olfato mercantil la ha transformado en una de las terratenientes del pueblo.

 

            Tiene una bonita figura, no se puede decir que estilizada aunque sí revestida de curvas onduladas. Sus andares, no exentos de cierta elegancia, me han recordado siempre a los de una bailarina de ballet. No ocultaré que siempre me ha resultado atractiva y deseable, pero una cierta prudencia y temor reverencial  ha hecho que guarde las distancias frente a su persona. Entre mis paisanos es motivo jocoso el hecho de que sus tres maridos murieran “en la cama” y no precisamente durmiendo. Este rumor sobre su fiereza y fogosidad sexual han traspasado los límites del pueblo. Pero, en general, la gente la mira con cierta simpatía y la benevolencia de quien ha sido capaz de alegrarle los últimos momentos como nunca habrían imaginado a aquellos provectos hombres. ¡Y qué mejor forma de morir que en pleno éxtasis sexual! Pueden decir lo que quieran, pero de ahí surge mi temor, no soy un fuera de serie, para que engañarnos, en estos ejercicios del sexo activo y ello hace que, ese instinto de supervivencia de no morir tan joven, me mantenga a distancia de las fauces de esa mantis.

 

            Yo la conocía sobre todo de acudir a su bar, que es donde vamos a desayunar, la conocí más “íntimamente”, si es que puede llamarse intimidad a mi despacho, cuando vino a que le informara de los trámites necesarios para solicitar la pensión de viudedad por la muerte de su tercer marido. Horas de discusiones, sólo interrumpida por mi compañera que me pasaba escritos para firmar mientras no quitaba ojo de la neoviuda, hasta convencerla de que ahora que al haber muerto su tercer marido no podría recuperar también la pensión de viudedad ni del primero ni del segundo marido por mucho que aquellos hubieran cotizado.

 

            Vestía de negro riguroso de pies a cabeza, tenebrismo sólo interrumpido por unos perfiladísimos labios rojos que bailaban sobre su cara mientras sus palabras, emitidas con voz dulzona, salían de su boca. En aquellos conciliábulos me enteré de que el nombre de Marcela, no se lo habían puesto por dotarla de un cierto exotismo sino por un error del encargado de registro que además de “enchufado” era semianalfabeto y confundió Carmela, su nombre original, con Marcela.

 

            De vez en cuando venía a hacer alguna gestión y aunque mi activa compañera se aprestaba a atenderla, preguntaba invariablemente por el jefe a lo que aquella contestaba con un gesto hosco, mal disimulado, a la vez que me llamaba. A veces era colocar un simple sello en un papel al que ella solía responder con una apertura de labios en que su dentadura blanca iluminaba su rostro, mientras envolvía, por unos minutos aquella atmósfera burocrática, de habitual olor a celulosa, en un olor tiernamente sabrosón. Yo, precavido, siempre procuraba mantenerme a una más que prudente distancia, porque me iba haciendo consciente que a medida que pasaban los meses de aquel señalado óbito, la tela negra sobre su cuerpo iba mermando a la vez que aumentaba el tamaño de piel, sedosamente blanca, que iba dejando al descubierto.

 

            No puedo olvidarme de aquel día ¡cómo se me iba a olvidar! En ese momento estaba yo intentando enseñar a un joven e inepto compañero, que llevaba pocos meses allí, cómo se podían transformar en negrita las letras del Word., cuando se abrió súbitamente la puerta. Fue en ese preciso instante cuando estalló la revolución.

 

            Un repiqueteo de tacones sonó a la entrada, una mujer se acercaba y no podía ser mi compañera que se encontraba en la capital arreglando unos de sus jaleos familiares. Entonces fue cuando apareció por la puerta una figura femenina en la que, al principio, me costó reconocer. Pero…¡era Marcela! Su cara maquillada dibujaba delicadamente sus rasgos, una capa de pintura azul sobre sus ojos los dotaba de una cierta apariencia felina y su pintura de labios, siempre roja, estaba ahora dotada con un brillo que parecía estrenarlos. Traía puesta una escueta camiseta blanca de tirantes de color blanco, de la que gran parte de sus pechos asomaban oscilantemente traviesos. Del sujetador, en cambio, no había rastro pues se veía a las claras que no se lo había puesto. A través de la tela destacaban unos círculos oscuros y sobresalientes. Una escueta falda roja que se adhería a sus líneas traseras más voluptuosas completaban su coloreado atuendo. Sus piernas redondeadas y turgentes se disputaban la perfección ante mis ojos e introducida en los tacones desplazaron toda aquella vorágine hacia el mostrador donde me encontraba. Entonces, me percaté que hacía un año del fallecimiento de su marido, cuando eso ocurría en el pueblo era la señal de enterrar el luto y el retiro y volver a la vida normal. ¿Por qué comencé a ponerme nervioso?

 

            Mis piernas temblaron levemente, cuando me di cuenta de que aquel resurgimiento primaveral de Marcela era en algo más que en su vestuario. Sobre todo cuando tendiéndome unos papeles, que yo debía sellarle, sus dedos de uñas afiladamente rojas se distrajeron entre los míos. Sólo fueron unos instantes, pero lo suficiente para que sintiera a todo mi cuerpo sacudido por unas corrientes eléctricas que excitaron a cada una de mis células. Ella se acercó con una pose cargada de descaro y seducción  y doblando adecuadamente su cuerpo ofreció ante mis ojos la profunda hondonada que se abría, perdiéndose en una intricada y sugerente profundidad, entre sus senos prietos por aquella camiseta blanca. Su perfume fresco y sutil invadió mi nariz y acabó de trastornarme más, si es que aún era posible. Por un instante temí perderme en medio de aquella pasión que me brindaba Marcela, y como una ráfaga sobre mi cabeza la pude ver desnuda en la cama sumida en mil juegos eróticos, que ya alguna vez yo había imaginado, y me ví exhausto sin poder seguirle y, al instante, camino del cementerio mientras ella caminaba detrás, llorosa, con su traje negro desempolvado.

 

            No, ¡me negaba a que me ocurriera eso! y, entonces fue cuando se me ocurrió. Haciendo caso omiso a los ataques de Marcela miré con deseo a mi joven compañero, perdido en el procesador de textos, con esa cara que ponen los enamorados. En aquel momento, él me miró esbozando una sonrisa, no porque se diera cuenta de nada, sino con la alegría que le producía que de toda la frase había conseguido, al fin, poner una letra en negrita. Marcela sorprendida por aquel cruce de miradas, como yo pretendía, enderezó su cuerpo, estiró su falda y recogiendo el papel se despidió, sin volver el rostro, con unos buenos días.

 

            Olga días después me comentó al volver de desayunar que Marcela le había comentado que nunca se había imaginado que yo fuera gay. ¿De dónde habrá sacado eso?-preguntó Olga. Ni idea-le contesté, mirando, como quien busca algo, al fluorescente del techo.

 

            Desde entonces noté que cuando veía a Marcela, ya fuera en la oficina o en su cafetería, ahora me miraba de una manera distinta. Si antes los hacía con deseo ahora lo hacía con ternura…¿y qué quieren que les diga? Conociendo su historial, y aún sabiendo que renuncio a posibles e inimaginables goces físicos, prefiero lo segundo.

Desmemoria

Desmemoria

           Llevaba años ejercitando la desmemoria e intentando olvidar, pero aquello no funcionó.  Cuando te conocí, cambió el signo de mis recuerdos y empecé a ejercitar la memoria, pero no sé si sería por el poco uso, tampoco funcionaba. Ahora he decidido detenerme y vivir el presente...¡espero que, al fin, funcione!