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El búcaro de barro

Escribiendo

Preocupación nocturna

Preocupación nocturna

           No debí hacerlo, no debí hacerlo…y por culpa de eso ahora no puedo pegar ojo. Ya sé que no es excusa, pero llevaba demasiado tiempo aguantándome y una es caprichosa. Quizás, aparte, es que soy demasiado sensible y me gusta dejar que mis sentimientos fluyan.  Llevo ya mucho tiempo trabajando a su lado y un día que un rayo de sol iluminó su perfil, abrazándolo, me fijé especialmente en él. Desde entonces no podía quitarle ojo. Claro que hacía mi trabajo y atendía a los clientes, pero algunas veces, cuando devolvía el cambio o enseñaba a las clientas los vestidos, me descubría despistada mirándole. Me gustaba ver las distintas vestimentas que tenía, todas le quedaban de maravillas y alguna vez me acercaba, como si fuera a coger algo de su alrededor a aspirar algo de ese olor tan sugestivo que emanaba..

 

            Pero anoche fue mi perdición, estaba a solas con él, mirándolo con descaro al abrigo de otras miradas que me observaran, mientras preparaba el escaparate para el cambio de temporada. La cercanía de la primavera me tenía algo revuelta e incluso había estrenado un lápiz de labios de un escandaloso tono rojo brillante, que acababa de comprar en la sección de perfumería. Estaba próximo a él y…no me pude reprimir mis labios se lanzaron a los suyos, con la fuerza de estar realizando un sueño. Él permaneció estático con aquella mancha roja que ahora resaltaba escandalosamente en sus labios.

 

            No debí hacerlo…por más que lo intenté no hubo forma de limpiarle los labios, debe ser que el lápiz de labios ha hecho alguna reacción con la materia de la que está hecha ese maniquí y se ha convertido en una mancha permanente. Lo peor será mañana cuando se descubra el escaparate y todo el mundo vea ese maniquí de labios chillones…¿cómo explicaré eso?

Soñando en ombligo

Soñando en ombligo

                  Desde que te vi desnuda, aquella primera vez, bajo la sombra de aquel manzano, quedé prendado por las formas de tu ombligo. Aquel círculo, tan menudo como perfecto, con una leve hondura que sombreaba esos pliegues interiores de formas tan sensuales como caprichosas, despertaba mis deseos y disparó desaforadamente mis más hondos apetitos.

Después de eso he visto muchos ombligos de mil formas y tamaños, desde esos que se ocultan en las oscuras profundidades de la barriga, hasta esos otros que sobresalen descarados y gustosos que invitan a saborearlos, algunos que adquieren formas caprichosas e incluso otros parecen como un párpado sin pestañas que ocultara la entrada a la cueva de los más apetecibles placeres, aunque… ninguno como el tuyo tan perfecto y único del que anhelo cada día ese momento en que puedo acariciarlo…

 

-Desde luego Adán, algunas veces eres tan tan obsesivo...

-Ten en cuenta Eva, que lo que uno siempre echa más de menos es aquello de lo que carece.

El lazo azul

El lazo azul

      Me citaste en una playa lejana, costándome trabajo llegar hasta allí, era una cala solitaria en las que las olas espumeaban  la orilla. Siempre me gusta llegar con tiempo suficiente a las citas y tendiéndome en la toalla me dejé acariciar por el sol disponiéndome a esperarte. La brisa jugueteaba con los granos de arena que formaban remolinos en torno a mis pies. A lo lejos escuché tu voz, que me llamaba. Al volver la cabeza me sorprendí gratamente al contemplarte, totalmente desprovista de ropa, mientras te acercabas.

       Era la primera vez que veía tu cuerpo desnudo y quedé admirado con aquellas curvas ampulosas que se volvían sobre tí misma trazando unas líneas, que me parecieron, marcadamente sensuales. Destacaban tus pechos que con oscilaciones disimétricas caldeaban el aire a su alrededor. Tus pies hoyaban la arena y dejaban tras de ti el reguero de tu camino. No sabía cual era el motivo de aquella cita y el aroma de tu proximidad no hizo sino aumentar mis dudas. 

        Me miraste con ojos límpidos mientras extendías tus manos hacia las mías, de pronto una ráfaga de viento agitó tu melena rizada, que al bambolearse con el aire dejó al descubierto algo que llevabas prendido sobre tu cabellera: ¡un lazo azul! Ahora lo comprendí todo. Te conozco bastante bien y sé lo especial que eres para muchas cosas, nunca das un regalo sin coronarlo con un lazo. En esta ocasión, aunque estuvieras desprovista de todo, si habías decidido, en ese momento, "regalarme" tu cuerpo, no podía faltar el lazo azul.

Estoy harta...

Estoy harta...

    Sí, estoy harta de este niño de mi clase que está todo el día incordiándome. ¿Por qué lo ha tomado conmigo? Todos los días me hace alguna cosa y estoy temiendo encontrármelo por la mañana en la clase. El otro día me mojó la silla de agua y me puse chorreando al sentarme. Todavía me acuerdo de cuando me metió una largatija en mi mochila o cuando en el patio, ni en el recreo me deja tranquila, me dio un balonazo en la cara que me dejó atontada. No me atrevo a decírselo a  mi padre, que me nota la cara desesperada con la que llego a casa, porque con lo bruto que es, puede armarla.

    Se me hace un mundo levantarme de la cama para venir al colegio y ver esa cara  perversa y burlona llena de pecas y granos. Quizás tendría que hablar con el director a  ver si esto se puede considerar un caso de esos de "mobbing" que dicen los periódicos. Algo tengo que hacer, lo que sí tengo claro es que el año viene pido en el concurso de maestros traslado a otro colegio, porque esto es inaguantable.

El último escalón

El último escalón

     Nadie entendía el por qué de que en la decoración de mi renovado despacho, coloqué en un rincón aquel viejo escalón de granito, el último de la antigua escalera de la oficina.

     Nadie sabía cuántas veces aquel trozo de piedra, estéticamente feo, acudía a mi memoria evocándote a ti. Sí, rememoraba el primer día en que estuvimos allí juntos, cómo sentí aquel abrazo tan deseado, como firme y acogedor a un tiempo que sujetaba mi cuerpo, mientras éste tendía a derretirse entre tus dedos. Tu cuello desde la altura que te caracteriza se inclinaba, forzadamente hacia abajo, buscando la proximidad de mi rostro, hasta que...

      ...dando un paso atrás me subí en ese escalón, nuestro protagonista, alzándome en el aire hasta que por primera vez en mi vida, estando de pie, tuve tus ojos frente a los míos, con nuestros cuellos en paralelo sin ángulos forzados. Sentí tus manos a ambos lados de mi cara y, no sé como, sentí cómo mis labios escapaban hacia los tuyos, estallando ambos en nuestro primer beso de colores. ¿Cómo no voy a tenerle cariño a ese escalón?

         Además, cuando algún día el peso de mis preocupaciones hace hundir mi espalda más de la cuenta, me siento sobre él y el roce duro y granulado de su superficie, hace que me empape de ti y me levante con el ánimo adornado.

Diálogo de otoño

Diálogo de otoño

          Ayer por la noche, enterado de la llegada del otoño, salí a recibirlo a la terraza. La ocasión lo merecía. La oscuridad de la noche estaba rota por el centelleo lejano de las estrellas y la luz casi vergonzosa, todavía, de la luna creciente, cuando éste hizo su aparición con formas de mujer, a pesar del artículo masculino que lo precede,. Traía cubierta sus desnudeces con una sedosa tela, danzante al viento, que la protegía del aire fresco y estimulante de la noche. Se detuvo a conversar conmigo, se la veía animosa y resuelta muy diferente a esa imagen decadente de la estación a la que nos tienen acostumbrados los poetas.

 

             No mostraba la frescura naciente de la primavera, ni la euforia exultante del verano, sus palabras eran encendidas,  reflejo de la vida madura que latía en ella. Y como una vieja conocida refrescaba mi memoria de encuentros anteriores que tuvimos. De ratos de infancia en que se alargaban las perneras del pantalón, como todo un  acontecimiento preadulto, llegadas estas fechas. De acogedoras reuniones familiares, con gente ya desaparecida, en el seguro refugio del calor del hogar cuando el viento ¿se veía?, volar a través de la ventana. De paseos sobre hojas secas, acompañando esos crujidos a los latidos de un joven corazón enamorado. De cambios de vida, lugares, situaciones y rostros, siempre ocurridos en estos días…

 

            Y esos recuerdos compartidos entre ella y yo, tendieron a convertirse en nostalgia, hasta que mis años, vigilantes,  rechazan ese sentimiento y lo transforman en la sensación de que, seguramente, éste pueda ser el otoño más hermoso de toda mi vida.

Escritura adolescente

Escritura adolescente

        Hay una etapa en nuestras vidas en la que todos escribimos…eso es lo que pensé cuando me topé con aquella joven escribiendo sobre un cuaderno rojo, solitaria, sentada en aquel banco de madera frente al mar. Escribía con fruición y el cuello torcido sobre el cuaderno, aislada de todo lo que le rodeaba, como solo lo hace quien está extrayendo de sus honduras los más íntimos de sus pensamientos. De vez en cuando levantaba la cabeza mirando, sin ver, al frente, como si esa dos tonalidades azules, tan diferentes de mar y  del cielo, le sirvieran de musas.

 

            Sí, a esa edad todos escribimos, descubrimos que nos suceden cosas tan raras, tan maravillosas y tan desagradables, a la vez, que pensamos que somos un bicho raro y nos estremece y nos cuesta el compartir lo que vivimos con lo que nos rodea. ¿Qué mejor que hacerlo con ese papel silencioso que nos comprende como nadie, nos respeta y que cuando está abierto nos parece que nos está sonriendo? Allí desgranábamos nuestros poemas de amor, nuestra desesperación por no entender ese mundo en el que vivíamos, ese amor creciente que brotaba de nuestro interior y que no era compartido, sobre todo porque a nadie nos hubiéramos atrevido a decir que estábamos enamorados.

 

            Y un día en que alguien nos revelaba que tenía nuestra misma “enfermedad”, ya no nos creíamos tan raros, crecimos…de raros nada, ya empezábamos a sentirnos hasta vulgares. Y dejábamos de escribir…aquellas letras ya no eran interesantes ni para nosotros. Ya creímos que sabíamos casi todo de la vida.

 

            Pero algunos siguen, seguimos escribiendo, aunque ahora lo que nos desgasta las yemas de los dedos sea más bien el teclado que la presión del bolígrafo, porque somos conscientes de que ignoramos mucho del mundo que nos rodea,  parte de su conocimientos están en esas personas y circunstancias que nos rodean, pero la mayor parte está en nuestro interior y  ¿qué mejor forma de sacar lo que llevamos dentro que seguir enfrentándonos todos los días a un papel en blanco?

De entre los labios

De entre los labios

Si hay una forma maravillosa de contacto esa es el beso. Agazapado entre los labios permanece inexistente e invisible hasta que nos decidimos a que brote y, entonces, esa piel ajena sobre la que depositamos la leve humedad de nuestros labios parece adquirir vida, que en muchas ocasiones se transmite mucho más allá de los labios del emisor del beso, porque si hay algo que caracteriza a los besos es la ajeneidad de de la piel de donde se depositan. Un autobeso o un beso al aire son más bien chasquidos. Sin duda la sensualidad que descubrimos en los labios de alguien debe partir de esa conciencia de estar frente a la fábrica de besos, por muy estáticos que puedan éstos mostrarse en ese momento..

 

            Si quisiéramos hacer una clasificación de los besos sería algo interminable, están desde aquellos minúsculos, pero muy vivos, que se enredan, uno tras otro, como las cerezas, hasta esos otros gigantes, ampulosos de labios chuperreteados por los que escapa ansiosa y desatada la lengua. Están los besos que cauterizan las heridas del corazón, los que encienden la yesca de una gran explosión, los que permanecen para siempre en el recuerdo, los que nos hablan más que mil palabras. ¿Y quién no se deja envolver, cuando no tiene otros, en la estela de los besos soñados y mil veces deseados? Me quedo con todos estos besos de verdad, especialmente los que se dan sin miradas al reloj y, sobre todo, porque apetecen y surgen de dentro sin poder sujetarlos.

 

           

            Entre las medidas preventivas de la gripe A se nos dice la limitación de besos y  efusivos contactos en los saludos. A mí eso me parece de maravillas si hacen desaparecer esos otros tipos de besos que se dan socialmente de muy mala gana: besos de cartón piedra y labios secos en que, a la vez, nos trastornamos con el chocante perfume, meros e hipócritas acercamientos de cara, ruidos al aire como si hubiéramos besado… Ojalá se eliminaran de la sociedad todo este tipo de besos y nos quedáramos con los otros, para los que haría falta mucho más que una gripe para que desaparecieran.

Mañana de preotoño

Mañana de preotoño

              Esta mañana, al salir a la calle, las primeras luces del día arrancaban hermosos destellos a las calles solitarias. El cielo azuleado con tonos brillantes apenas tenía unos tiras deshilachadas de nubes blancas. Es el primer día, en muchas semanas, donde una brisa alegre acaricia esos trozos de mi piel que están al aire y cuyos vellos se erizan como si saludaran agradecidos a esa sensación de frescor. La luz hermosea el ambiente y no sé por qué en una extraña asociación de ideas, la comparo con esas doncellas núbiles que eran cautivadas por los cantos de los trovadores del medievo.

 

            El verano adolece de puro viejo, aunque no está dispuesto a diluirse sin dar alguna que otra sacudida todavía, la naturaleza va preparándose a dormitar en los brazos de la nueva estación que está a punto de iniciarse. Sí, decididamente, me encantan las mañanas de preotoño, como la de hoy.

¿Ya has terminado con eso?

¿Ya has terminado con eso?

        No podía esperar más, el verano había hecho de las suyas y su cuerpo cuarentón visualizado en el espejo tenía pinta de abandonado, cual si se tratara de un campo en barbecho, ese mismo día nada más salir a la calle fue a apuntarse al gimnasio. Desempolvó la ropa de deportes de su armario, no sabía si fue cosa suya le pareció que una araña saltó desde una de las mangas y desapareció en la oscuridad, bajo las perchas. La camiseta era de fútbol, concretamente del Barcelona y le pareció que aquel nombre de Cruyff en su espalda, la hacía un poco anticuada.. Le estaba un tanto apretada, pero no dudaba que en poco tiempo, con el ejercicio, aquel cuerpo se iría modelando y deslizándose mejor en la tela.

 

            Se motivó mientras entraba por la puerta del gimnasio, pensando en  aquellos cuerpos turgentemente femeninos que le alegrarían su vista, pero debía ser en otro sitio, porque en aquellos aparatos oxidados que tenía ante sus ojos sólo había un joven escuchimizado de brazos muy musculosos y otro más talludito que, al pronto, supuso que si existiera el abominable hombre de las nieves sería algo parecido a él. Debía de medir cerca de dos metros, tenía ojos saltones y una nariz tan chata que parecía hundirse en el interior de su cara, su espalda era tan amplia como cuatro veces la suya y abundantes pelos, extremadamente largos, salían por todos los huecos de su camiseta. Aunque lo que más le llamó la atención era su olor, una mezcla entre carne rancia y hierro oxidado.

 

            Subió a una bicicleta y empezó a pedalear de forma vigorosa durante doce segundos, teniendo que bajar el ritmo seguidamente. A los tres minutos se puso a su lado aquella mole humana y le dijo:

-¿Ya has terminado con eso?

 

            El no entendió como habiendo ocho bicicletas vacías, quería montarse en esa, pero se vio contestándole que enseguida terminaba. Se fue a la cinta, se imaginaba, para animarse que caminaba por la orilla del mar, pero al momento escuchó de nuevo esa voz cavernosa:

-¿Ya has terminado con eso?

 

           

            Tardó menos de un minuto en descender, impelido sobre todo por aquel olor ranciamente oxidado. Y se fue a hacer pesas…y la situación se hizo reiterativa, con lo cual se pasó toda la hora yendo de un aparato a otro con aquella mole como si fuera una sombra. Pero lo peor no fue eso, al día siguiente decidió ir a una hora diferente y allí estaba con la misma repetitiva actitud. Intentó ir los siguientes días a diferentes horas pero siempre estaba allí insistente y oliendo peor cada vez. La situación empezó a obsesionarle y soñaba con aquel individuo que en sueños se carcajeaba de su situación y que cada noche le decía: ¿has terminado con eso?, lo que hacía despertarse sudorosamente sobresaltado. Entre el agobio que le producía la situación y que le acompañaba durante el día y la noche y aquella variedad de aparatos de gimnasia adelgazó varios kilogramos. Su mente siguió ofuscada pero su cuerpo, ahora estilizado, llegó a hacerse tan deseable que una madurita de carnes prietas, puso en él sus ojos..

 

            Sus aompañados paseos vespertinos teñidos de singular romanticismo, le hacía olvidar parte de su problema. Sus primeros encuentros  no fueron nada táctiles debido a la natural timidez de nuestro protagonista. Al fin, un día decidió dar un paso adelante y sentados en un banco del parque acercó temerosamente sus labios a los de ella, vio alegre que eran tiernamente acogidos. Pero entonces, algo sucedió, aquella cercanía íntima le trajo a su nariz un olor a rancio que conocía bien…¡no era posible! Aquella obsesión le debía estar enloqueciendo… Un golpe seco en el omóplato le hizo girar la cabeza. Aquel individuo estaba allí a su lado y pudo casi predecir lo que le dijo a continuación:

-¿Ya has terminado con eso?

 

            Se quedó paralizado, sin palabras, mientras la madurita y el gordo se sonreían sensualmente. Allí quedó disuelto sobre aquel asiento de madera mientras ellos se alejaban. De vez en cuando se cruzaba con ellos por la calle y alguien le dijo que ella iba diciendo que lo que le había enamorado de aquel “australopiteco” como el lo definía era su intenso olor a feromonas. Algo sacó de todo esto, a partir de ahora estuvo tranquilo en el gimnasio y se hacía cada día varios kilómetros en la bicicleta.

Su primer día

Su primer día

         Terminó de atusarse su cabello al espejo en un instante, observándose unas patas de gallo más acentuadas que de costumbre, y se dirigió a la cocina donde Raúl y Beatriz estaban terminando su desayuno. Beatriz se había echado una mancha sobre su blusa inmaculadamente blanca y ella como pudo, nerviosa pero con mimo, la quitó con una servilleta húmeda.

 

            A continuación se colgó su bolso y sujetando el llavero con la boca, salió de casa de la mano de los dos. Ella era la que estaba más nerviosa de los tres en el que iba a ser el primer día, no sabía como reaccionarían ellos en esta nueva etapa  de la vida que hoy comenzaban. Se dirigieron hacia el coche que estaba a la puerta de la casa y los sentó a los dos detrás, colocándoles el cinturón de seguridad. Raúl no paraba de hablar mientras Beatriz permanecía sonrientemente silenciosa.

 

            Al detenerse frente a la puerta del colegio, Raúl le dio un beso a Beatriz y un abrazo muy fuerte a ella, los ojos llorosos del pequeño resistieron, él decía que los hombres no lloran y mirando atrás de vez en cuando marchó, con paso dubitativo y de la mano de su joven maestra, hacia el interior. Ella le echó una mirada empapada en ternura mientras su hijo se alejaba en su primer día de colegio. Arrancó y diez minutos después se detuvo de nuevo ante un edificio de paredes lisas y amplios ventanales. Sacó con cierta dificultad a Beatriz que la miraba con ojos de verla sin reconocerla. Esta vez el abrazo fuerte partió de ella y una joven que salió del edificio cogió por el brazo a Beatriz y acompasándose a su paso entraron muy muy lentamente en el centro de día de enfermos de Alzheimer.

 

            Ella, subió al coche de nuevo y se dirigió a su trabajo. Intentó sonreír, pero cuando recordó treinta y cinco años antes la mirada amorosa de Beatriz cuando la despidió a ella en la puerta del colegio, no pudo evitar que sus ojos estallaran en lágrimas.

De vez en cuando...

De vez en cuando...

…me gusta pensar que la vida real es como una quimera soñada y que cuando despierte  voy a volver a esa realidad en que tu ausencia es extraña y la distancia que nos separa inexistente. Tu voz algo que melodiosa mi existencia y alborota gratamente mis silencios.  Tu cuerpo tan imprescindible para mí, podría describir el sabor de cada rincón, como impredecible en esos gestos siempre nuevos en que, cada vez, me sumerges en nuevas caricias. El aroma de tu piel, tan habitualmente fusionada con la mía, es algo que me acompaña durante el día, pasando a perfumarme la hondura de mis poros. Tus ilusiones futuras encajadas como un puzzle con las mías y construidas por nosotros a cuatro manos. Nuestro tiempo compartido y creado por gestos mimosos, de silencio enriquecido por la luz de tus ojos, de tu ánimo revestido de sonrisa, de palabras que siempre renuevan mi ánimo, de tu mano caminando cogida a la mía…

 

            De vez en cuando me permito también, mientras construyo una sonrisa, soñar que tu cabeza se deja caer con ternura sobre mi hombro, aunque sólo muy de vez en cuando…

¿Despertando o soñando?

¿Despertando o soñando?

          Soñaba que desperté, ¿o más bien me desperté soñando?, viéndote a mi lado, dormida, con tus ojos cerrados. Tu cabello se desparramaba voluble trazando caprichosas líneas oscuras sobre tu rostro. Tus párpados, siempre tan aparentemente pudorosos, sólo al descubierto en tus instantáneos parpadeos, descansaban relajados mientras tus pestañas se entrecruzaban en un abrazo tierno y sin prisas. Tus labios se entreabrían, esponjados en humedad, brillando con la tersura del suelo recién encerado.

 

         Tus dientes semejaban guardianes de la gruta de tus maravillas a la que asomaba tu lengua con cierta timidez, tan lánguida la vi que su inusual sosiego me hizo sonreír. Sí, me gusta la algarabía locuaz de tu voz, que cubre mi cielo de palabras que lo surcan como acúmulos coloreados de mariposas, y ese tono tuyo capaz de hacer vibrar las cuerdas más sensibles de mi corazón.

 

         Mi mano derecha, habitualmente tan prudente, no resistió, esta vez, el embate del momento y dejó su inmovilidad para acercarse a tu melena, introducirse entre los mechones de tus cabellos y masajear con mimosa sutileza, para que lo gustaras sin despertar, tu cuero cabelludo.  Después, como si quisiera dibujar los rasgos que conforman tu rostro, resbaló por él delicadamente, gustando sus ángulos y  ondulaciones. El meñique a pesar de ser el dedo de menor tamaño, siempre ha sido el más atrevido y comenzó su descenso por tu cuello, los otros ¿envidiosos? no quisieron quedarse atrás y se complacieron en seguirlo. Fue el índice el que deslizó con facilidad el tirante de tu camisón hacia la mitad de tu brazo, haciendo descollar seductoramente tu hombro mientras me desvelabas la atractiva hondura, oscura y luminosa a la vez, de tu escote. La escueta tela de tu camisón se arremolinaba caprichosa en torno a las formas de tu cuerpo, que ahora se dibujaban con sinuosa claridad. Tus piernas vestidas sólo con el aire brotaban de su interior y me pareció ver cómo tu ombligo resaltaba deseoso por uno de los resquicios de los pliegues de la tela.

 

         No estoy seguro de lo que hubieran seguido haciendo mis dedos, porque, precisamente en ese instante, un leve bostezo de tu boca encogió tus ojos, antes de abrirlos, semipesados, somnolientos, encendiéndose al verme y, entonces, todo tu rostro revivió para dar vida a la más hermosa de las sonrisas que yo podía recordar.

 

         Justo y no en otro momento, me desperté, dándome cuenta de que te había soñado ¿o soñé que me había despertado?

¿Pandemia?

¿Pandemia?

-Doctor, venga rápido, acaba de entrar otro joven con los mismos síntomas de el del otro día.

 

-Veamos, voy a auscultarle. Son los mismos síntomas de todos los casos anteriores:

Piernas hinchadas de pasar muchas horas sin sentarse. Los pies destrozados de pisadas, como si le hubiera pasado por encima una estampida. Ojos deslumbrados de miles de resplandores. Murmullo continuo en los oídos. Dice que ve visiones y que todo el que ve tiene ojos rasgados y que cada vez que mira a una pared la ve cubierta de sonrisas…

 

-Otra vez las dichosas sonrisas…

 

-Ya llevamos seis casos de estos en el último mes. Doctor ¿cree que esto se trata de una pandemia?

 

-Yo creo que esto se podría solucionar si el director del Louvre, con la excusa de que los vigilantes veteranos no quieren ir, debería dejar de poner a estos vigilantes, recién contratados, en la sala donde se encuentra la Gioconda.

Luna llena y ojos

Luna llena y ojos

       Sigo sin entender el por qué cuando miro la luna llena, tan blanca, me recuerda tanto a tus ojos que son tan negros.

Oyendo voces

Oyendo voces

No sé cuando empecé a escuchar esas voces. Lo que sí soy consciente es que cambiaron positivamente mi existencia. Vencían mi natural pereza cuando al despertar me decían: “venga levántate ya” y me lanzaba fuera de la cama. En aquellos momentos en que el desánimo pretendía anidar en mí, escuchaba: “ánimo tú puedes” y éste desaparecía súbitamente. Mi natural timidez con las mujeres la superaba cuando la voz me decía: “acércate a ella, está deseando participar de tu encanto” lo que me hacía habitualmente irresistible ante ellas. Y esa voz me hacía resistir cuando el sueño me invadía en las noches de juerga o me empujaba a la calle para hacer footing todas las tardes.

 

Pero no se crea que todo lo provocado por mi voz interior es positivo. Como lo que me ha pasado esta mañana. A 150 Km por hora decía aquel guardia civil que yo iba conduciendo. Y de nuevo la voz empezó a decirme: “Este cabronazo, con la pinta de sieso que tiene es capaz de multarme!”. Lo que no me había dado cuenta, hasta ese momento, es que esa voz interior, salía en voz alta , de mis propios labios! Y nada de lo que expliqué al agente sobre las voces sirvió para evitar mi detención por “insultos a la autoridad”. Así estoy ahora en el calabozo…veremos lo que dice el juez mañana…

Escribir...

Escribir...

-¿Por qué escribes?-me preguntaste hace ya mucho tiempo.

     Te dije, entonces, que no tenía muy clara la razón. No, no era para que me quisieran más. Tampoco tenía muy claro que la razón que me empujaba a ello fuera para "compartir". Sólo sé que, desde entonces, no he parado de escarbar entre las páginas del diccionario para abducir palabras que posar en mis escritos. Tú has perseguido a todas mis letras con un ansia especial. Mi vida ha ido cambiando y yo he evolucionado, esta mañana al despertar, al fin, lo tuve claro:

-¡Yo escribo para ti!

El sabor de las cerezas

El sabor de las cerezas

         Parecía un día cualquiera y tras el amanecer la luz del sol fue dando un brillo creciente a los colores, hermoseándolos. Pero no, aquel era un día muy especial y, al recordar el motivo, embelleció, como sólo sabe hacerlo una sonrisa, su rostro de mujer madura. Deslizó juguetonamente su escueto camisón a través de su piel y con una hábil patada al aire lo lanzó a la cama. Se introdujo en la ducha y bajo su chorro de agua fresca se sintió revivir con aquella humedad que desperezaba su piel. Tras secarse sin prisas, dejando que la toalla se posara  muy despacio sobre su piel húmeda, se miró al espejo y se vio más joven y guapa que el día anterior, como si aquella mañana una niebla amnésica hubiera deshecho el cúmulo de preocupaciones, que habitualmente le acompañaban, como un pesado fardo. Sacó del armario la caja donde tenía guardado un conjunto de lencería verde oliva, sin estrenar, que reservaba para este día y disfrutó de ese momento en que aquella fina tela abrazó sus formas. Sacó sus pinturas del cajón y las desplegó como un inmenso arco iris por la encimera del lavabo.

         Estaba dispuesta a quedar relucientemente maquillada. Primero se dio una base para cubrir las imperfecciones y luego añadió el corrector, empezando por el oscuro para bordear y definir rasgos y luego el más claro para resaltarlo. Dio brillo a sus ojos negros con el iluminador, oscureciéndolo primero con una sombra suave en el párpado y trazando una línea negra bajo las pestañas que difuminó con los dedos. A las cejas les aplicó polvo y después cera para peinar y moldear el vello y en las pestañas, antes de peinarlas, les aplicó capas de máscara negra para reforzar su mirada.  Coronó aquel rato de “bellas artes” exfoliando sus labios antes de maquillarlos con un lápiz de labios rojo con los que los convirtió en frescos y sumamente deseables. Cogió una pintura complementaria con la de los labios y dedicó un buen rato a ornar sus veinte uñas con un mismo color. Feliz con el resultado descolgó del armario un vestido de gasa de vivos colores que tras colgar sobre sus hombros fue dibujando las líneas de su cuerpo mientras el aire jugueteaba con él en variadas cabriolas. Entremetió sus dedos para aventar su corta melena y se la atusó con una simple pasada del peine. Alzó los pies sobre unos “manolos” saliendo de casa cuando el reloj de la torre marcaba las 9 de la mañana. Sonrió, había calculado el tiempo necesario para arreglarse con suma perfección.

          Agradeció el aire de la calle mientras desplazaba su cuerpo oscilándolo con movimientos de princesa. Aunque ella no lo reconocería, tenía algunos nervios agarrados al estómago, lo que un observador perspicaz hubiera traducido por una casi imperceptible curvatura de su cuerpo al caminar. Su sensibilidad era tal que hubiera distinguido bajo la suela de los zapatos si hubiera pisado a una hormiga. No tardó mucho en llegar a donde iba: la puerta de la frutería. Aún no estaba abierta, el frutero estaba dentro colocando las cajas y ordenando la mercancía. A través de las rejas un fragante aroma a frutas la envolvió.  Como quien espera reencontrarse con un lejano amor, su mirada ávida rastreaba la penumbra del interior en esa búsqueda anhelante que hacía de hoy un día diferente: ¡el frutero le había dicho que tendría la primera caja de cerezas de la temporada!

          A ella, la espera se le hizo interminable pero al fin la reja se abrió y  entró al interior con lo que el aroma, más intenso, se acompañaba ahora de aquella imagen, siempre hermosa, de frutas de variados colores y de pieles brillantes   que se le ofrecía mimosamente a sus ojos. Su vista recorrió con rapidez las cajas, temiendo que no las tuviera pero ¡allí estaban! En una esquina había una caja donde se amontonaban con esas tonalidades tan variadas que da la naturaleza del rosado, al rojo, del fucsia al lila, agolpadas sin orden ni concierto con un cartel colocado: cerezas del valle del Jerte.

          Le tendió al frutero una bolsa de papel marrón que llevaba para que le echara un kilogramo de cerezas, sin preocuparse del alto precio que tenían al ser las primeras de la temporada… llevaba meses sin comerlas y ¡no aguantaba más sin llevarlas a la boca!

          Salió de la frutería como quien camina con pasos alados, mientras apretaba firme entre sus dedos aquella bolsa de papel en la que semejaba llevar un tesoro de inapreciable valor. Llegó a su casa sin detenerse a  esperar el ascensor, tal era su impaciencia, subiendo los escalones de dos en dos.  Dejó la bolsa sobre la mesa del salón y antes de abrirla trajo un cuenco con agua  y se sentó frente a la ventana. La vació sobre un plato y contempló como aquellas “perlas” brillantes entrechocaban entre sí. Disfrutaba pacientemente con aquel lento ritual que, mientras más postergaba su placer más acrecentaba su deseo. Hundió sus dedos en aquel océano de, sólo aparentemente, formas esféricas en que el color de sus uñas se confundía y la piel de sus manos gustaba de la lisura de aquellas pieles rojas. Acercó, a continuación, sus manos a su nariz,  cerrando los ojos como si eso le permitiera aspirar con más intensidad. Aquel siempre bienvenido olor le evocaba a sus años infantiles en los que recorría los campos “nevados” de su abuelo, así los llamaba ella desde que los vio la primera vez lleno de árboles cubiertos con su característica flor blanca.

          Masajeó sus manos un rato más en aquel plato, hasta que, al fin se decidió a coger la primera pareja de cerezas o guindas, como le gustaba llamarlas a ella. La sacó del montón tirando suavemente del rabillo verde que las unía y las contempló con delectación en ese contraste que las hacía destacar sobre el fondo luminoso de la ventana. Las contemplaba en esa oscilación  leve en la que pendían en el aire y que le semejaban dos péndulos de movimientos caprichosos. Aquel momento de observación distrajo su tensión y relajó el tacto tenue con que sus dedos sujetaban el rabillo y se soltaron yendo a caer, casualmente una de las cerezas en el interior de su escote quedando la otra, por fuera, a modo de un elegante broche  natural. Como un acto reflejo tiró hacia arriba de la que asomaba sintiendo un ligero estremecimiento al sentir el ascenso de la cereza sobre su pecho. Le gustó y en vez de sacarla de una vez se distrajo durante unos minutos en ese movimiento de vaivén que le hizo sentir escalofríos y poner sus vellos de punta. Al fin, dio un tirón más fuerte de lo habitual para eludir ese momento que tendía a perpetuarse y volvió a tener las dos cerezas colgando en el aire y como quien participa en una operación de rescate las condujo hasta aterrizarlas en el cuenco lleno de agua.

         Las sumergió y, por un momento, en aquel día de calor sofocante sintió cierta envidia al ver como se desdibujaban sus formas bajo el agua y adquirían ese matiz admirablemente suculento que les añadía la humedad. Tras tantos prolegómenos estaba ansiando probarlas, ya no podía oponerse más a ese deseo. Despacio con suavidad alzó aquel par de cerezas y tras levantar la barbilla y cerrar los ojos abrió su boca y dando un leve tirón de aquel rabillo verde atrapó la cereza cerrando los dientes, sintiendo, por primera vez en tanto tiempo, la caricia sabrosa de su piel. El rabillo ahora había quedado con una sola cereza, en modo asimétrico, que volvió a sumergirla en el cuenco. En cuanto a la otra la meció en su lengua, dilatando aquel momento, paladeándola a modo de un caramelo, mientras transitaba por todos los rincones de su boca. Ya no pudo resistirlo más y con un ágil movimiento desplazó aquel fruto a la parte izquierda de la boca y colocándolo entre las muelas, presionó éstas con estudiada intensidad hasta que sintió como se rasgaba su superficie exterior y esparcía su dulce sabor interior en manantiales nutricios. Era capaz de imaginar como aquel fluido rojo oscurecía la lengua a medida que avanzaba y se extendía, despertando todas sus papilas gustativas hasta que se canalizaba por la cavidad que daba entrada a su garganta. Hábilmente con su lengua desprendió el hueso y maceró parsimoniosamente, con el movimiento conjunto de sus maxilares, cada partícula carnosa exprimiendo el más oculto de sus sabores. El hueso quedó en la boca ahora aislado y recibiendo succionados insistentes lo dejaron desprovisto de todo. Escupido certeramente, cayó con un ruido seco, sobre un cenicero de alabastro sobre el que nunca se había vertido ceniza. Miró al frente por aquella abertura a la calle y distrajo su mirada sobre una pareja de petirrojos que sobre el tejado de una casa que remoloneaban mimosamente entre ellos, se aflojó y disfrutó de ese sabor que fue invadiendo su cuerpo como si se tratara de un beneficioso virus.

          De nuevo alargó su mano al cuenco y sacó la guinda que ya había absorbido la humedad y el proceso de deglución se repitió con el mismo lánguido procedimiento. No es difícil imaginar que a estas velocidades y con esta capacidad de disfrute sabroso, el proceso de desaparición de aquel kilogramo de cerezas se extendió a lo largo de muchas horas de aquel día. Mientras eso ocurría y aquellos sabores iban empapándola, ella pensaba, divagaba, reflexionaba sobre sí misma y se imponía metas de cambio a partir del día siguiente. La postrera guinda coincidió con la visión del sol que en tonos rojizos finalizaba su recorrido de aquel día. Ella, tras tragarla y con aquella imagen, cual cereza gigante que se ocultaba tras el horizonte, sufrió una especie de catarsis que le produjo un sosegante sueño. Un momento antes de que sus ojos se cerraran no le costó darse cuenta que al día siguiente, un año más tras el primer día del saboreo de las cerezas, tendría que ir a Urgencias a que le hicieran un lavado de estómago, pero es que…¡le gustaban tanto!

 

En el lunes

En el lunes

           El amanecer del lunes siempre me semeja un tubo en el que meto la cabeza, con mayor o menor esfuerzo para comenzar la semana. Es el día en que más tiempo cuesta enderezar las piernas una vez que posamos los pies en el suelo. Me parece a mí que no debo ser el único al que le ocurre esto.

            Empiezo la mañana desayunando siempre en el mismo bar, donde la habitualidad hace que, de un día a otro, conserve hasta el asiento. Hojeo el periódico y me hago comentarios silenciosos sobre lo que me parece lo que leo. Algunas noticias o fotos me llaman especialmente la atención. Una de éstas es una foto de las elecciones en el Líbano, en la cola sólo hay mujeres y soldados que vigilan. Pero lo que me sorprende es que el par de mujeres que se ven calzadas con chanclas tienen los pies más grandes que los soldados que los tienen embutidos en botas.

            Una maestra tan joven como hermosa, casi se arrastra por el suelo, compañera ocasional de estas horas, paga su desayuno mientras se queja al dueño de que faltan tres minutos para las nueve y hoy no tiene ninguna gana de empezar las clases y se dedica a dilatar el tiempo todo lo que puede. Al fin sale corriendo por la puerta, mientras se consuela pensando en voz alta, que menos mal que ya faltan pocos días para las vacaciones que si no terminaría en un siquiátrico.

            Cuando ya estoy terminando el periódico entra otro de los parroquianos habituales. Éste, mentalmente, no anda del todo bien y tiene una rara habilidad en destrozar el silencio de la mañana. Habla y no calla en una larga retahíla, sin pies ni cabeza,  de vez en cuando requiere la atención del dueño del bar que, educadamente dice sí, con lo que ya es motivo para que él siga en esa extensa perorata sin final. Salgo del bar dejando que sus palabras sigan abrumando el aire y miro al cielo, azul con algunas nubes blancas...¡vamos a empezar el lunes!

Un encuentro etéreo

Un encuentro etéreo

     Recuerdo cuando te vi por vez primera, fue al doblar una esquina. Tus formas voluptuosas, ondulantes al aire y acicaladas por los rayos de sol, atrajeron irremisiblemente mi mirada. Troqué el camino, que seguía hasta ese momento, para seguir la senda que me marcabas. Cual una moderna Salomé bailabas en el espacio, pero sin la protección aparente de ninguno de los siete velos. Mis ojos y mis pasos pugnaban por acercarse a ti, pero tú como si juguetearas conmigo acelerabas tus movimientos. No podría decir hasta cuando duró aquel juego mientras el que mi mente fantaseaba con todo lo que podría hacer yo contigo.  Solo sé que, sin razón aparente, impresionante pompa, ¡estallaste en el aire!