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El búcaro de barro

Escribiendo

¡Hoy toca!

¡Hoy toca!

      Sí, eso es lo que pensó Susan cuando, abrazada aún por las sábanas, escuchó ese silbo al aire que producía su marido mientras se vestía y que ella identificaba con el grito de llamada del macho en celo. Hoy toca…hacer el amor.

         Robert cogió su cartera y el aroma de un breve beso continuó en el aire tras cerrar la puerta. Susan se levantó de la cama, dando un salto, hoy sería un día largo. Lo primero que hizo fue ducharse, le gustaba sentir el agua deslizándose sobre su cuerpo e imaginaba que arrastraba por el desagüe sus suciedades exteriores y sus demonios internos.  Se miró al espejo y se fue gustando mientras lentamente sus cabellos se engalanaban sobre sus hombros recuperando unas formas que hacía tiempo que no disfrutaban. A continuación, se depiló, aunque no esa depilación habitual sino aquella tan especial que sabía que a Robert tanto le seducía. Extendió sus pinturas a lo largo de todo el lavabo y dudó, decidió y eligió aquellos colores que aquel día le vendrían mejor para resaltar las líneas de su rostro y los pliegues de sus párpados. Culminó aquel arreglo con su lápiz rojo de tonos brillantes que daba a sus labios una seductora apariencia de humedad continua. Se vistió y se dirigió a visitar a la masajista, quien con ágiles dedos fue recolocándole mansamente todos los músculos en su lugar y fomentada por su desnudez, aquel íntimo contacto la llegó a excitar. Se dirigió a continuación  a una tienda de lencería donde eligió un conjunto que ajustaba y resaltaba su cuerpo. Me lo llevo puesto, le dijo a la dependienta.

         Las luces de la tarde comenzaban a declinar cuando, como otras veces, agazapada tras un árbol vio a Robert descender los escalones de aquella casa de cortinas horteramente amarillas en las ventanas y subir al coche, para tras aquel paréntesis, seguir su jornada laboral.

         Susan volvió a casa y cenó.  Dejó su ropa sobre la silla y se tendió sobre la cama, con aquella lencería que estrenaba, a leer un libro. Robert llegó tarde, la saludó distraído y la besó con ese olor a perfume barato que a ella ya le resultaba insultantemente familiar. Se desnudó, quejándose del cansancio del día y  se dirigió hacia la ducha. Susan dejó sus gafas y el libro sobre la mesa de noche y se dedicó a elaborar fantasías en el techo.

         Robert entró en el dormitorio ya con el pijama puesto y le dio las buenas noches, dándole primero un beso y luego toda su espalda. En pocos minutos su respiración suave mutó a ronquidos, fue entonces cuando Susan se dirigió al salón, una vez más había perdido aquella apuesta que se había hecho consigo misma. Sacó un billete de diez dólares de su cartera y lo introdujo en la hucha que ella llamaba de las frustraciones. Ya quedaba poco para completar el precio de aquel revólver que había decidido comprar. Era barato, de una sola bala, pero no importaba, estaba segura que desde detrás de aquel árbol y a tan poca distancia de los escalones no podría fallar el disparo.

Ayer 10 de enero...

Ayer 10 de enero...

...fue su ¡ochenta cumpleaños! No sé cómo lo hace pero se sigue manteniendo eternamente joven y las arrugas no llegan a su rostro ni a sus aventuras. Sí, un día como ayer hace ochenta años la primera tira con los dibujos del intrépido reportero Tintín fue publicada en una revista belga. Obra maestra del dibujante George Remi, más conocido con el seudónimo de Hergé, este periodista tan peculiar, nunca escribe nada, pasa por aventuras que nos han hecho soñar a todos los que las hemos leído.

      Con Tintín he subido al Himalaya y he viajado en un cohete hasta recorrer la superficie lunar. He participado en un viaje por el Amazonas y conocido los secretos de la India. He conocido revoluciones y conspiraciones. He estado en China,  conocido a los indios americanos y recorrido el país del oro negro. He recorrido pirámides y viajado en todo tipo de medios de locomoción. He subido a camellos y he sabido que "las llamas cuando se enfadan, escupen". He visto aerolitos que caían del cielo y conocido a los descendientes de los incas. He luchado con piratas y visitado Africa...

       Pero esto no lo he hecho solo con él nos acompañaban en estas aventuras un nutrido elenco de personajes. Empezando por el bravo capitán Haddock y siguiendo por el sabio y despistado profesor Tornasol, los divertidos Hernández y Fernández,  la inmensa Bianca Castafiore (que sólo canta el aria de las joyas de Fausto) y el perverso Rastapopoulos.

         Se anuncia que estas aventuras serán llevadas al cine por Spielberg, tiene que ser interesante el verlas en la pantalla grande, a pesar de que no será siempre igual que esos dibujos originales por los que se mueve el personaje.

        Sí, han sido muchos años y siguen siéndolo los que llevo disfrutando de su compañía, la mitad de su vida, y de sus aventuras que nunca mueren. ¡Qué menos que en agradecimiento regalarle este post de recuerdo por su cumpleaños!

Insistencia canina

Insistencia canina

 

         No debía haber tratado a Damián de esa manera. Cuando la llamó para decirle que no podrían quedar esa tarde para salir, porque estaba a punto de realizar un gran descubrimiento, ella no aguantó más. Cierto que aquella insistente dejadez por su persona era fruto exclusivamente de su trabajo de investigación, pero estaba hastiada de toda la paciencia y comprensión que había desarrollado durante estos dos años que llevaba saliendo con él. ¡Y se lo había dejado bien clarito!

            Se despertó por la mañana con la sensación de haber dormido bien poco, abrumada por un duermevela en el que se habían mezclado, sus inquietudes, sus malos ratos y la cara dulce de Damián. Salió a la calle con gafas oscuras, más que por el sol por ocultar sus ojeras y a la puerta se encontró un perro de manchas marrones que agitó alegremente el rabo al verla. Le encantaban los animales y no pudo reprimir el acariciarle el lomo a aquel can que la miraba de ojos lánguidos. Se dirigió al Centro de Salud a por una receta, sin darse cuenta que era seguida por el can. “Señora, su perro no puede entrar”. “No, es mío”, repuso ella y el celador impidió el paso del animal. No tuvo que esperar mucho y con la receta de un antiinflamatorio entró en la farmacia cercana. “¡Qué perro tan gracioso!”, le oyó decir a la farmaceútica, una cuarentona de  pelo negro brillante y amplia sonrisa. Otra vez le había estado siguiendo. Al salir, intentó espantarlo con un grito y gestos, pero no lo consiguió.

            Tenía que llamar a Damián. ¡De eso nada! Tenía que ser él quien le llamara que era el culpable de todos aquellos desmanes de los que ella se lamentaba. Se dedicó a comprar ropa en varias tiendas y siempre que salía de alguna aquella mirada lánguida le aguardaba. En una de las mismas, incluso, se sobresaltó cuando vio aquellos ojos contemplando curiosamente su cuerpo desnudo, mientras ella se probaba un conjunto de lencería color champagne. ¡Se había colado por debajo de la puerta del probador! Empezaba a estar harta de aquella machacona presencia de cuatro patas que se había convertido en algo más insistente que su propia sombra. Al salir le tiró un zapato, recién comprado e intentó darle una patada que aquel perro evitó con habilidad.

            De pronto su corazón se acongojó, necesitaba ver los ojos dulces de Damián. Se dirigió a su casa, a ver si lo encontraba. Subió al primer piso y con una llave que llevaba en su bolso, abrió la puerta. A pesar de cerrarla con rapidez no pudo impedir que el perro entrara tras ella. No aguantó más, lo cogió entre sus manos, él se dejó hacer, abrió la ventana y lo arrojó a la calle. Cayó en el interior de un camión de matrícula griega que pasaba por la calle y que se alejó rápidamente. Ella se alegró de haberse librado de aquella incómoda presencia.

            En el interior del piso había un extraño silencio, abrió la puerta y entró en el laboratorio donde Damián hacía sus experimentos. Un matraz Erlenmeyer semilleno de un líquido verde esmeralda descansaba sobre un cuaderno medio abierto emborronado de fórmulas escritas con la letra de Damián. Súbitamente el título de la página atrajo su mirada.: “Fórmula para transformarse en perro”.

-¡Noooooooooooo! ¡Damián!-gritó, compungida y llorosa, mientras corría hacia la ventana.

 

Aquel perrillo...

Aquel perrillo...

...en cuanto sus patas se posaron en la arena de la playa, abandonó la proximidad acogedora de las turgentes piernas de su dueña para empezar a corretear de un lado para otro sin rumbo fijo. Parecía que el contacto con la arena lo había convertido en hiperactivo, se lanzaba velozmente en línea recta y, de repente, daba un giro para volver.  La marea estaba baja y aquel cuadrúpedo se introducía en el agua, provocando diminutas olas a su paso y pareciendo, desde lejos, que aquellos movimientos lo hacían flotar sobre las aguas. Entonces fue cuando vio, quieta y, a sus ojos, terriblemente provocativa, a una gaviota que estáticamente posada en la arena empinaba su pico hacia el sol.  Cual si se tratara de una apetitosa presa se dirigió a ella a toda velocidad. Ésta alzó las alas y primero lentamente y después planeando inició  su vuelo mientras que el perrillo, por un instante, pareció ser arrastrado en su estela.  Aquel juego se repitió insistentemente, la gaviota se posaba más allá y, en cuanto tomaba tierra, ya estaba el perrillo intentando atraparla, lo que nunca podía. En el último intento la pata delantera se le dobló y cayó de morros sobre la arena. Pareció lastimarse pues acudió cojeando levemente, ahora despacio, hasta acariciar con su cuerpo los tobillos de gráciles andares de su ama. Ésta se agachó y le acarició el lomo como si estuviera reconviniéndole aquellas locas persecuciones. El perrillo la miró a los ojos y estoy seguro de que si pudiera hablar le hubiera dicho:

-Ha valido la pena. ¿Tú sabes lo que es, aunque sólo durara un instante, ese momento en que yo lograba alzar el vuelo tras la gaviota? ¡Era una sensación única!

     Los dos siguieron andando por la playa con pasos sincrónicos, pero el perrillo de vez en cuando miraba deseoso a la gaviota que como una mancha blanca sobre la arena, cada vez parecía más diminuta.

Entre coletas

Entre coletas

         Una tarde más salió del colegio con su rostro pecoso y gesto alegre. Caminaba despacio, con su cabeza centrada entre las dos coletas que oscilaban alternativamente al ritmo de sus andares. A su hombro llevaba colgada una mochila con los libros  y de su boca emergía el palo de un chupa chups de fresa que le habían regalado. Conchita no podía imaginar lo que le esperaba al girar la esquina…

            Una figura torva empezó a observarla y acelerando sus pasos, se acompasó a los de ella. Era un hombre con la cabeza embutida en el cuello y de hombros disimétricos, con una cierta cojera y barba descuidada de una semana. Durante varios cientos de metros la fue siguiendo sin que ella se diera cuenta. Entraron en una calle solitaria en esa hora en que las luces de la farola han retrasado su encendido y fue, entonces, cuando aquel hombre le hizo notar su presencia con un estridente silbido.

            Conchita se volvió y lo miró  con la sorpresa dibujada en sus ojos. El hombre intentó acercarse a ella y cogerla por el brazo, pero con un movimiento súbito se alejó de aquella rugosa mano. Los ojos de Conchita no tenían miedo, sólo desprecio, cuando le dijo con voz firme:

-No te creas que con una llamada de teléfono de disculpas voy a perdonar los quince años de matrimonio que me hiciste pasar.

El hombre se quedó estático, mientras ella  se soltaba las coletas y su melena negra cayó acariciándole los hombros. Mientras se alejaba, con  un andar desafiante, empezó a reflexionar sobre las propuestas de horario que, como directora, le había planteado el claustro de profesores.

Jalogüin

Jalogüin

        Nicanor salió de aquel centro ya totalmente recuperado de la obsesión por las plantas, de tal forma que ahora sólo se atrevía a fijarse en las mujeres por encima de las rodillas. No tenía donde acudir, su mujer se había casado con su abogado defensor, quizás por eso pasó un par de años más en el siquiátrico...  Divagó por las calles, con escaparates decorados de ridículas calabazas sonrientes, era el 30 de octubre, recordando aquella fiesta absurda que para ridiculizarla él la traducía a su idioma natal: Jalogüin.

Cuando anocheció entró en la atmósfera acogedora y sórdida de un bar. En aquella barra desvencijada, que malsujetaba el peso de sus codos, fue donde se le acercó aquella joven de piel límpida y de ojos levemente rasgados con color de lluvia. No tuvo que evitar el mirar sus pies porque el canal de sus pechos, similar a la entrada de una seductora gruta, atraía sus ojos. Se presentaron y compartieron vapores alcohólicos e intimidad. Se sentía Nicanor tan a gusto en aquella estrenada compañía, que cuando las primeras luces del amanecer hendieron las persianas de aquel local, se apenó de que su compañera se esfumara súbitamente, no sin antes citarse en el mismo lugar para el día siguiente a las 9 de la noche...para que le acompañara a una fiesta de Jalogüin

Sonaba la novena campanada en el reloj de la torre, cuando apareció ella envuelta en aroma de alhelí. Le tomó de una mano y él, como si se tratara de una estela, la acompañó hasta su casa. Pulsó ella el interruptor y una luz tenue acarició toda la habitación que pudo observar mimosamente adornada: murciélagos de goma colgaban de las lámparas, varias calabazas se extendían por los muebles en cuyas esquinas pendían telarañas cuyo material en no podía distinguir.Le sirvió un vaso de Nestea y le dijo que tomara asiento mientras ella se cambiaba y no sin cierto remilgo lo hizo junto a un esqueleto, que sentado en el sofá, parecía no quitarle ojo desde sus cuencas vacías. 

A los pocos minutos apareció ella con un gorro picudo, los labios intensamente rojos como si ardieran  y los ojos pintados de pintura negra brillante y envuelta en una capa oscura. Abrió la capa y apareció bajo ella adornado con escasas tiras negras el cuerpo más hermoso que Nicanor había visto en su vida.  El deseo tomó cuerpo en su idem, especialmente cuando ella lo atrajo hasta sí y tiñó de rojo sus labios y su lengua. Tirando de él, que casi no podia moverse de la sorpresa lo introdujo en su habitación, lo desnudó muy despacio y acostándolo sobre el colchón le ató muñecas y tobillos. Nicanor le dejaba hacer mientras sus sensaciones se alborotaban crecientemente.Con un grácil movimiento se desprendió ella de la capa, que lanzo al suelo y poniéndose de rodillas sobre la cama sentó su sexo suavemente gélido sobre la barriga de él. Iluminada por una sonrisa, se acercó a su rostro girando la cabeza buscándole el cuello. En aquel giro pudo atisbar como de su boca abierta salían unos largos colmillos, pero fue sólo un instante, porque enseguida notó como se clavaban sobre su cuello y presintió como se sentiría una pajita cuando la succionaban. Supo que era la primera y última fiesta de Jalogüin a la que acudiría y sobre todo que, después de esto, no volvería a protagonizar un post en este blog...no quedaría bien un protagonista con dos agujeros en el cuello y en el que no circulara sangre por su interior.

Cuestión de jardinería

Cuestión de jardinería

 

          Cuando Nicanor terminó de arreglar los geranios, se llenó un vaso de ginebra y se sentó en el salón a ver la televisión. Algo desvió su vista de la pantalla… ¡No le gustaban aquellas plantas que estaba viendo! Eran feas y nada vistosas.

            Llevaba años en que era consciente de eso, pero aquella obsesión se le había acentuado durante las últimas semanas. ¡Estaba harto de verlas! Y no sabía si sería una ocurrencia suya, pero le parecía que, con aquella intermitente agitación con la que se movían,  se burlaban de él. No lo pensó más y dejando el vaso sobre la mesa de cristal, sin importarle el cerco que formó en la superficie, pegó un salto para dirigirse a donde tenía guardadas las tijeras de podar. Sin pararse a reflexionar lo que su mujer pensaría de todo aquello, decidió que tenía que cortarlas…Y menos mal que aquellas plantas…, de los pies de su mujer, lo vieron venir, fueron veloces y salieron, acompañadas del resto del cuerpo, a la calle a pedir ayuda.

        Aquella primera noche que durmió en el siquiátrico lo hizo relajado, mientras pensaba que aunque no le había dado tiempo a cortarlas, al menos, pasaría una buena temporada sin ver aquellas horrorosas plantas.

 

Octubre, octubre

Octubre, octubre

         Me encanta cuando octubre se cuelga del calendario. Esos días que se desperezan con cierto esfuerzo, como si les costara amanecer y alientan con su recuperada brisa fresca la actividad cotidiana paralizada en los meses de estío. Disfruto con los rayos de sol, tamizados en caricias, que se posan suavemente sobre la piel y con ese tizne ocre y amarillo con el que comienza a engalanarse la naturaleza. La desnudez de los árboles de esqueléticas ramas y que adornan el paisaje con un cierto tenebrismo. Los cielos coloreados por las primeras nubes que derraman gotas de vida sobre los terrones anhidros tras el verano. Esa algarabía escolar que se inicia, descanso providencial de padres y que cada año hace que me invada la nostalgia infantil de olor a goma de borrar y lápices de madera. Saborear ese adelanto de las horas de la noche en el refugio del calor hogareño, envuelto en humo de asar castañas, y pasear cubiertos al abrigo acogedor de la primera chaqueta,

           En este mes me duele arrancarle cada día una hoja al almanaque. El transcurrir de estos días me gusta tanto que me  deleitaría con que todo el año fuera octubre.

Verde y oro

Verde y oro

 

            La plaza estaba atestada de gente, aunque aún no eran las cinco de la tarde. El reloj, sin ningún disimulo, campaneó en el aire, mientras el sol, a esa hora, arrancaba resplandores dorados de las paredes. Despistado estaba, no era para menos, ya que aún resonaba en su interior aquella carcajada de ella del día anterior que terminó de “ennerviosarle”. Durante ocho años, con más de un encuentro fallido, había dibujado en su imaginación las líneas desconocidas de un rostro etéreo que en pocos minutos se le revelaría. Se reconoció tramposo semiocultándose  en una esquina, para esa difícil tarea de controlar la llegada de una persona a quien no se conoce. Finalmente fue ella quien, con una figura tan grácil como segura, con paso firme y semioculta en gafas negras,  reconociéndolo se le acercó cabalgando sobre una sonrisa.

            Verde y oro, esa fue la primera impresión que tuvo al verla. Su larga melena fina y lisa de color de oro brillante caía meladamente dibujando las redondeces de sus hombros. Al desprenderse de las gafas su mirada procedente de unos ojos de aspecto felino y color verde lluvia lo rodeó al mismo tiempo que sus brazos. Se observaron y estudiaron en los siguientes minutos intentando aterrizar a la realidad todo lo que la imaginación había hecho brotar durante tanto tiempo; hablaron, probablemente mucho más ella que él, y se fueron a comer juntos a aquel lugar de platos de extraño nombre.

            Verde y oro. El verde de la ensalada se extendía sobre los platos mientras un vino blanco de tono dorado y levemente afrutado, convenientemente frío se encargó de desenredar las lenguas en plática ágil. Y a pesar de ciertos muros de granítica dureza a través de sus rendijas escaparon muchas de las luces interiores que, hasta entonces, habían estado ocultas tras la protección de la pantalla y que, ahora,  ni esa tenue tiniebla de las volutas mentoladas de su cigarro, pudieron desdibujarlas.

           Verde y oro. Así fue ese paseo de media tarde entre las hojas aún vivas de los árboles que se cruzaron y los muros dorados de todas las calles. Hubo tiempo para sentarse en la plaza y para seguir conociendo del otro.

           Verde y oro. Llegaron hasta el borde del río y sentados sobre la hierba verde que como un extenso y calmo mar se perdía hasta el horizonte otearon, en la otra orilla, la ciudad  que engalanada de sus mejores joyas parecía ir escalando hacia el azul del cielo.

          Verde y oro. Y el tiempo pareció detenerse cuando se vieron envueltos en aquella suave brisa. Las palabras que brotaban en la mutua conversación se trenzaban en el aire mientras él disfrutaba de aquella escena única en que el sol iluminaba el cabello de ella volviéndolo invisible de puro brillo y, a la vez, arrancaba destellos que manaban, sin pudor, de aquellas esmeraldas situadas bajo sus cejas. No supo cómo pero él logró, sin cámara, fotografiar aquella escena para el recuerdo.

          Verde y oro. El sol cayó como todos los días y los colores se fueron confundiendo en una misma tonalidad oscura. Ahora fue en una pizzería donde el tono amarillo de las paredes combinó con los ingredientes verdosos de la pizza.

           Verde y oro. Todo termina hasta las horas que, en principio parecen largas, acaban devoradas por el paso del tiempo y aquel día llegó a las doce siendo enterrado sin sepultura material. Cuando él cerraba los ojos, ya recién aupado en el día siguiente, parecía que una niebla hubiera blindado sus recuerdos, todo salvo unos destellos que asomaban, acrecentándole el ánimo, en tonos verde y oro.

 

No puedo escribir...

No puedo escribir...

...estoy siendo devorado o, quizás mejor dicho, abducido por mis propias letras.

¿Soñando?

¿Soñando?

             En cuanto notó el tacto acogedor del colchón sobre su espalda cerró los ojos.  El día le había resultado agotador y lleno de emociones. Había estrenado hoy un coche nuevo y había recorrido en él, lugares totalmente desconocidos. Y, además, se había encontrado a uno de su edad, al portador de los más hermosos ojos verdes que nunca había visto. Entrecerró los párpados para pasar revista a tan maravilloso día, pero cosa curiosa, todas las imágenes del día se le aparecían en blanco y negro, salvo en ese punto en que el verde esmeralda de aquella mirada inolvidable asomó frente a ella.

            En ese momento la puerta se abrió, apretó sus ojos y unas manos fuertes tras acariciarle levemente el rostro le arroparon con la manta. Aquel hombre descalzo, salio sin hacer ruido, entornando la puerta.  Se alegró de que su hija no se hubiera enterado de su presencia, se ponía insoportable cuando se despertaba por la noche, y es que tenía que estar cansada. Era el primer día que la habían sacado a pasear en su cochecito de bebé.

El nuevo

El nuevo

 

-Hola ¿tú eres nuevo?

-Hola, creo que sí.

-¿Cómo que crees que sí?

-Sí, soy nuevo. Perdona es que ando todavía un tanto despistado.

-No te preocupes, suele pasarnos a todos al principio. Soy Cristina.

-Encantado, yo Adolfo. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

-Sí, llevo ya bastante.

-Si te digo la verdad, no tenía muchas ganas de venir. Ya sabes, cualquier cambio que hacemos nos supone siempre una crisis. Y luego, me imaginaba esto tan aburrido…

-Ya verás como no, en seguida te adaptarás y lo pasaremos bien. Aquí, a cada momento, descubres algo nuevo.

-Uf, ¿qué me pasa? Me sucede algo extraño…

 

            Cristina se quedó sola, de pronto, y no pudo evitar un gesto de fastidio, mientras mentalmente musitaba: te esperaré…

 

-Enhorabuena doctor, he llegado a pensar, en algún momento, que habíamos perdido al paciente. ¡Ha logrado revivirlo!

 

Sólo un instante

Sólo un instante

       (Fotografía de Concha Arias)

       Sí sólo es un instante, diminuto en el tiempo, imperceptible para todos y tremendamente mío. Conduzco y me siento bien en esta burbuja que, a veces, creo con mis pensamientos. Dejo que mis ojos dominen todo mi ser y siento, contemplo y me emborracho de estos colores, de estas imágenes, que la naturaleza me brinda como si me hiciera un regalo sin merecerlo.

        No quiero pensar en nada ¿para qué? Ni en ese pasado que me hace encorvar las espaldas, ni en ese futuro que me encantaría dirigir y caminará, simplemente, por donde le dé la gana. Sí, mejor no pienso y sólo miro, este regalo, este presente, en el doble sentido de la palabra. Esta estampa apacigua mis instintos, acalla mis tristezas, despierta mi ternura...esa ternura onanista que difícilmente se puede compartir con nadie, porque sólo atisbaría algunos mínimos rasgos de lo que siento. Cabalgo sobre las nubes, navego sobre el verde de los trigales y explota en mi mirada el azul del cielo.

        El coche corre, el aire embarulla mi melena y me siento engañosamente libre. Me gustaría detenerme aquí, pero los demás coches me empujan, cada retazo del paisaje se fija en mi memoria y el retrovisor como una cesta de recuerdos, se ocupa de acercarme lo que dejé atrás. 

         Disparé la foto, congelé ese momento. Podré encontrar imágenes similares, incluso mejores, pero serán diferente a ésta, porque ésta era única, era sólo ese instante...

De perdones y enmiendas

De perdones y enmiendas

       Se está convirtiendo en habitual que determinadas personas se dediquen a pedir perdón, públicamente, por tropelías realizadas por la entidad que representan, a veces siglos antes. A mi ese tipo de perdón, cuando lo oigo me parece tan vacío como carente de sentido. Claro que tiene sentido y valentía una petición de perdón pero cuando la hace, arrepentido y personalmente, aquel que ha cometido la falta. En los demás casos, ni estamos viviendo aquella época, ni uno se puede arrepentir de algo que haya hecho otro, en todo caso le puede parecer mal, como nos puede parecer a los demás

         Pero hay algo unido al perdón y que sí puede tener sentido el actualizarse: el deseo de enmienda.  Cierto que no vamos a corregir hechos acaecidos en épocas remotas, pero sí que se puede desde el lugar que ocupamos hoy en el mundo, enmendar, poner los medios, corregir y enderezar aquellas situaciones injustas en las que podamos tener parte de responsabilidad. Con ello nos sentiremos mejor con los otros y nosotros mismos y evitaremos que dentro de unos años a algún descendiente nuestro se le ocurra la feliz idea de pedir perdón por algo que nosotros hicimos.

IM-¿posible?

IM-¿posible?

     Sólo son dos letras los que separan algunos de nuestros deseos de la realidad.  El camino para alcanzar los sueños no siempre es fácil, hay épocas en que es tortuoso y, en ocasiones, empinado, tanto que nos agotamos y decimos: ¡imposible!Y nos entra la tentación de tirar la toalla y quedarnos al borde del camino.

     Claro que hay sueños que parecen que nunca tomarán formas reales, pero no por eso debemos de dejar de luchar por ellos. Sólo si de verdad nos enfrentamos a los problemas que suponen acercarse a ellos, podremos encontrar, en nuestras manos, esa goma de borrar mágica que quitando esas dos simples letras "IM", convierta en Posible aquello que deseamos e intuimos que nos dará, al menos, unos gramos de felicidad.

La mesa redonda

La mesa redonda

       Durante mis años de estudio adolescente, estudiaba sobre una mesa redonda y ¡a mí no me gustaba! Lo que me parecía adecuado para jugar a las cartas o tomar café, nunca me lo pareció para estudiar.  Pero tuvieron que pasar años hasta que pude hacerlo en una mesa rectangular. Desde entonces, siempre que he estudiado, escrito o trabajado ha sido en mesas con esquinas. Nunca supe muy bien la razón de aquel gusto mío, si era algo emocional o más bien espacial.

        Pero ayer hubo un artículo que al leerlo me recordó esto, se refería a la reciente publicación de cuatro cuadernos inéditos de la escritora Marguerite Duras y el artículo terminaba con el último texto de último cuaderno en que Marguerite Duras decía lo siguiente:

        "Se está mal en una mesa redonda; los codos no reposan y no se pueden apoyar para descansar de escribir, y cuando se escribe están en el vacío, y si uno no se da cuenta en seguida se dice: "No sé lo que me pasa, estoy fatigado", y es a causa de los codos que no reposan en la mesa".

           Me alegra saber que no soy el único que huye de las mesas redondas...¡qué poco me parezco al rey Arturo con lo que aquel disfrutaba con aquella Tabla Redonda!

Con los dedos

Con los dedos

      En el momento en que las letras salieron del papel y empezaron a formar parte de mí, empecé a descubrir el valor de las palabras. No es, por tanto, extraño que en muchos momentos de mi vida, sea por los acontecimientos vividos o por esas cosas que sólo el azar podría explicar, mis dedos ardan. Es como si una gran fuerza interior se viera en la necesidad de salir de mí, de expresarse a través de las letras y mis dedos abrasan...necesitan enfriarse en su contacto con el teclado mientras derraman sobre el papel virtual mucho de lo que encierro dentro.

      Hace unos días me ocurrió algo de eso, mis dedos no podían parar y aprovechaban cualquier hueco del día para aposentarse sobre el teclado, como si temieran que si el reloj seguía avanzando, llegara un momento que esas vivencias que quería expresar pudieran olvidarse o simplemente disolverse con lo que esas palabras pudieran morir, antes de nacer.

        Tras muchas hojas escritas llegué al punto final y, entonces, mis dedos agotados de tanto esfuerzo parecieron quedar exhaustos y sin saber muy bien que hacer, a partir de ese momento, para recuperar sus funciones habituales. ¿Qué podría hacer con ellos durante un tiempo para desintoxicarme de tantas letras?

-Hacer pajaritas de papel.

-Dibujar caricias en una piel amiga.

-Hacer nudos en una cuerda.

-Señalar hacia las estrellas.

-Hacer sombras chinescas en la pared.

-Sacudir levemente hierbas aromáticas antes de acercármelos a la nariz.

-Poner en pie a ese crío que tropezó.

-Pasar las hojas de un libro.

-Bailar con un bolígrafo sobre la superficie de un papel.

-Hacer un hoyo en la arena de la playa.

-Explotar pompas de jabón.

-Espantar moscas.

-Chuperretear una tarta de chocolate.

-Salpicar agua en un día de calor.

.........

  Y a ti, ¿se te ocurren más cosas que se puedan hacer con los dedos?

Envidia...

Envidia...
          Sí, tengo envidia de tus pájaros, de los que revolotean como mis besos en torno tuya, de los que arrullan tu sueño y te acompañan en tu despertar, de los que acompañan en tus ocios y tareas despidiéndote cuando sales corriendo por la puerta de casa, de los que durante el día te echan de menos en tu ausencia y de los que cuando vuelves al atardecer gorjean el aire a risas alegres abrazándote con sus trinos. Sí, decididamente envidio a tus pájaros!

Intermitencias

Intermitencias

     Era la primera vez que en su dilatada vida como guardia civil de tráfico le pasaba algo parecido. Había detenido un coche que circulaba por la autovía, durante todo el tiempo, con las luces de ambos intermitentes encendidas.

            Se dirigió a la conductora, una joven de ojos hundidos y piel nacarada, y cuando le espetó la causa por la que circulaba de esa manera, ésta le respondió:

-Hace un mes murió mi marido y no se puede imaginar la soledad que me desgarra por dentro, hasta el punto de que cuando conduzco me siento acompañada, simplemente, con el sonido de los intermitentes.

            Una imagen de extraña comprensión deslució la inicial severidad de aquel agente de la autoridad, y no supo cómo se escuchó a sí mismo decir:

-¿Y no ha probado a poner un reloj de cuco en el salpicadero del coche?

Necesito un papel...

Necesito un papel...

...le espetó aquel señor orondo a aquel joven y probo funcionario en su primer día de atención al público

-¿Qué tipo de papel necesita? ¿Un certificado, un justificante, una solicitud...? - le contestó con el aspecto relajado de quien se acuerda todavía del curso de Inteligencia emocional que le dieron para atender a los administrados.

-Un papel es...¡un papel! Me da absolutamente lo mismo- repuso mientras su rostro enrojecía y pareció desencajarse levemente, a la par que unas gotas de sudor perlaban lacrimosamente su frente.

  El funcionario miró a su alrededor, sin saber muy bien que hacer. No le habían preparado para esto, hasta que de un montón de papeles dispuestos para reciclar, titubeantemente, le acercó un folio. Aquel individuó se ls arrancó con gesto desesperado y sin decir palabra desapareció con paso acelerado por una puerta que había al fondo a la izquierda. Entró al interior y mientras se sentaba, con ganado sosiego, pensaba que mucho servicio público en aquella dependencia administrativa pero a nadie se le había ocurrido el reponer el papel higiénico del retrete.