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El búcaro de barro

Escribiendo

La ventana

La ventana

              A esa hora en que el precoz anochecer convierte los tonos amarillentos en negro, hace fresco en la calle, desierta y otoñal. Camino con la agilidad que me dan mis años jóvenes,  las manos en los bolsillos, encogido, con la cabeza incrustada entre los  hombros, como si eso me atenuara el frío y, entonces, alzo el cuello, mirando hacia arriba, como siempre que paso bajo esa ventana.            

               Está situada en alto, en un cuarto o quinto piso, nunca los he contado, encaramada en la pared, siempre iluminada, rompiendo las tinieblas de la noche. Estando distante, la noto cercana.  A veces abierta, a veces cerrada, pero independientemente de ello, el visillo que está al otro lado del cristal siempre se agita, se mece por el aire invisible, y esas siluetas tamizadas, que se suponen al otro lado, son puras sombras más inventadas que reales. Detrás una luz encendida, calmosa, suave, que se adivina brotando de una lámpara y expandiéndose por toda la habitación.            

               Me gusta templar mi mirada, repleta de ausencias y gélida, con el calor instantáneo de aquella imagen. Soñar que yo puedo estar dentro, acogido por la caricia del hogar que allí supongo. Sentarme, con un libro entre mis manos, en un sillón acolchado bajo la luz de aquella lámpara, interrumpiendo la lectura en una conversación animosa con esos que me acompañan, que no sé quiénes serán. Ahíto de tanto caminar, detener mis pasos en aquel refugio seguro, y tenerlo como referente. Pero me alejo y aquella ventana, poco a poco, se va convirtiendo en un idealizado punto de luz a mis espaldas.            

               Ha pasado mucho tiempo, ahora mi piel se pliega sobre sí misma creando arrugas, caminos no deseados en mi cuerpo, y estoy al otro lado de la ventana. El visillo se mueve debido a mis pasos nerviosos en la habitación, no hay chimenea y estoy sólo. El libro cerrado, con el polvo que se acumula sobre su lomo, colocado sobre  la mesa. Una bombilla desnuda pende del techo, proporcionando resplandores aceitosos a la habitación pero, más que aportar luz, resalta las sombras. Me acerco a la ventana con la lentitud de mis pasos cargados de años y que se asemejan al monótono vaivén, del tigre encerrado en su jaula, Diviso la calle oscura tras los cristales. El frío y el viento se dibujan al otro lado con el murmullo agitado de las ramas de los árboles y en forma de hojas que sobrevuelan, juguetonamente, en el aire.  

               Por la calle, solitario, camina un joven con las manos en los bolsillos. Apago la luz, para observarlo mejor, me parece distinguir que mira hacia esta ventana…con gesto de anhelo, se aleja engullido por la tiniebla. ¡Qué envidia le tengo a ese pasear con la ligereza de pasos libres, con su rostro acariciado por el aire de la noche y bañado en rayos de luna!

En-pareja-2

En-pareja-2

         Un chisporroteo, más alto de lo habitual, de las brasas de la chimenea me hace alzar los ojos, por encima de las gafas, y descansar el libro sobre las rodillas. Me paso insconscientemente los dedos por las arrugas de la frente para echarme para atrás esos pocos pelos canosos que se revuelven sobre mi cabeza.

        En el sillón que está junto al mío se sienta ella con sus canas coronando su cabeza y sus arrugas maleadas por tantos años. Observa distraída un programa de televisión y no es consciente de mi mirada. De pronto esta mirada parece sacudir esa piel envuelta sobre sí misma y la convierte en tersa de manera súbita. El pelo blanco oscurece y crece en una espléndida melena negra, sus manos finas coronada en aquella pintura de uñas rosa que tanto me gustaba, su cuello se estira y, de pronto, reconozco aquella imagen juvenil y recuerdo cuando la vi por primera vez, antes de que creciera una alta montaña de hojas del calendario dentro de la papelera. Mis ojos brillaron levemente por un instante, como si reflejaran la luz del fuego, pero yo sabía que no era eso, y una sonrisa casi olvidada prendió en mi cara.

       Me coloqué las gafas sobre la nariz, cojo el libro entre mis dedos y mientras las llamas siguen su baile sin orden, sigo leyendo...

Leía...

Leía...

...pasaba las hojas de aquel libro. No era demasiado apasionante, pero estaba relativamente entretenido, aunque me estaba ya resultando un poco cansino. Tenía ganas de acabarlo, ya. Al llegar a la palabra fin, todo se me oscureció.

    Nadie me había avisado que tenía entre mis manos el libro de mi vida.

Desnudo

Desnudo

         Nunca me ha gustado desnudarme y mostrarme así, delante de los demás. Parece como si al verme desnudo me sintiera desprotegido y no estuviera dispuesto a aceptar el contacto directo del aire sobre mi superficie. Pero ¿por qué temo tanto que mi intimidad quede expuesta a la mirada de los demás? ¿Será que pienso que es más oscura, más frágil o más vergonzosa que la de los demás?

         Ya sé que mis demás compañeros están así, pero eso no me ha parecido razón suficiente, por eso he sido el último que me he desprendido de toda mi vestimenta. Me resistí hasta ese instante postrero en que la costumbre se impuso a mis deseos. Ya he quedado, tal como nací, a la vista de todos, del frío y del silencio.

          Y sueño, esperanzado, que transcurrido un tiempo, este sol que ahora me saluda con esos rayos amorosos, me siga transmitiendo vida para abandonar esta desnudez que detentan mis ramas con el, repetido y siempre, nuevo milagro de la primavera.

Queridos Magos...

Queridos Magos...

                                                                                                        (dibujo de Mel)

              

         Sí ya sé que no tengo edad para pediros muchas cosas, pero es que de todas las ilusiones que quedaron durante todo estos años por el camino he logrado rescatar ésta. No podría deciros si he sido bueno, quizás  sí que lo he intentado todo lo que he podido a pesar de que las circunstancias no ayuden, en ocasiones a ello. Y sin más preámbulos he aquí lo que quería pediros:

-Este año no quiero regalos, es más estoy harto de regalos, no sé donde guardar tanta corbata ¡pero si nunca me pongo ninguna! y mi armario apesta a mezcla de colonias, que con tanto bote no es raro que de vez en cuando se me rompa alguno. Preferiría, durante esos días, ese regalo continuo de los que me rodean en forma de gestos cariñosos, sonrisas, miradas cómplices y apoyo cotidiano.

-Que quiten tanta iluminación que lo único que hace es contribuir al cambio climático y regodear esas calles atestadas de gente desesperada, con caras de buscar siempre lo que no encuentran y cargadas de bolsas y paquetes. Con que nos iluminen las calles lo suficiente para no tropezar y captar las sonrisas, ¡sobra!

-No quiero comer en Nochebuena ni besugo, ni pularda, ni angulas. No me gustan y prefiero un buen potaje y unos huevos fritos con chorizo. Lo esencial no es lo que cuesta la comida sino que no cueste compartirla en la adecuada compañía.

-Que dejen de felicitarme tantos directores de banco y presidentes de compañías importantes, que ni siquiera son capaces de firmar. Prefiero esos buenos deseos de la gente que quiero,  manifestados de la manera que sea, a veces por un abrazo o una simple mirada llena de ternura..

-Dadme ojos de niños que revistan estos días de aquellas viejas ilusiones y me haga disfrutarlos con esos tonos casi olvidados del arco iris.

-Y que, ojalá. el siete de enero nos duela, más que el incremento sufrido en la báscula,  la conciencia porque hayamos reflexionado sobre nuestra participación en la construcción de un mundo mejor.            

        Ya son varios años escribiendo la misma carta, y nunca se cumplen estos deseos, lo que pasa es que me empeño en mandarla por correo electrónico y, como no tengo las gafas le doy a eliminar en vez de a enviar, y claro, no voy a volverla a escribir… Y espero al año siguiente…¡otra vez me equivoqué y se me ha vuelto a borrar!...

Marcela

Marcela

            En el pueblo, aunque sea de vista, todos nos conocemos, pero este conocimiento es mayor cuando existe una mayor habitualidad en la visita a nuestra oficina, como en el caso de Marcela, dueña del bar y propietaria del piso en que se aloja, desde que llegó a aquí, Olga, mi compañera de trabajo,. Marcela tiene sus treinta y varios años, podría decir su edad exacta pero el sigilo profesional me lo prohíbe, ha enviudado ya tres veces. En ambas ocasiones se casó con solterones recalcitrantes del pueblo de carteras bien provistas, lo que unido a su olfato mercantil la ha transformado en una de las terratenientes del pueblo.            

            Tiene una bonita figura, no se puede decir que estilizada aunque sí revestida de curvas onduladas. Sus andares, no exentos de cierta elegancia, me han recordado siempre a los de una bailarina de ballet. No ocultaré que siempre me ha resultado atractiva y deseable, pero una cierta prudencia y temor reverencial  ha hecho que guarde las distancias frente a su persona. Entre mis paisanos es motivo jocoso el hecho de que sus tres maridos murieran “en la cama” y no precisamente durmiendo. Este rumor sobre su fiereza y fogosidad sexual han traspasado los límites del pueblo. Pero, en general, la gente la mira con cierta simpatía y la benevolencia de quien ha sido capaz de alegrarle los últimos momentos como nunca habrían imaginado a aquellos provectos hombres. ¡Y qué mejor forma de morir que en pleno éxtasis sexual! Pueden decir lo que quieran, pero de ahí surge mi temor, no soy un fuera de serie, para que engañarnos, en estos ejercicios del sexo activo y ello hace que, ese instinto de supervivencia de no morir tan joven, me mantenga a distancia de las fauces de esa mantis.            

           Yo la conocía sobre todo de acudir a su bar, que es donde vamos a desayunar, la conocí más “íntimamente”, si es que puede llamarse intimidad a mi despacho, cuando vino a que le informara de los trámites necesarios para solicitar la pensión de viudedad por la muerte de su tercer marido. Horas de discusiones, sólo interrumpida por mi compañera que me pasaba escritos para firmar mientras no quitaba ojo de la neoviuda, hasta convencerla de que ahora que al haber muerto su tercer marido no podría recuperar también la pensión de viudedad ni del primero ni del segundo marido por mucho que aquellos hubieran cotizado.            

            Vestía de negro riguroso de pies a cabeza, tenebrismo sólo interrumpido por unos perfiladísimos labios rojos que bailaban sobre su cara mientras sus palabras, emitidas con voz dulzona, salían de su boca. En aquellos conciliábulos me enteré de que el nombre de Marcela, no se lo habían puesto por dotarla de un cierto exotismo sino por un error del encargado de registro que además de “enchufado” era semianalfabeto y confundió Carmela, su nombre original, con Marcela.            

            De vez en cuando venía a hacer alguna gestión y aunque mi activa compañera se aprestaba a atenderla, preguntaba invariablemente por el jefe a lo que aquella contestaba con un gesto hosco, mal disimulado, a la vez que me llamaba. A veces era colocar un simple sello en un papel al que ella solía responder con una apertura de labios en que su dentadura blanca iluminaba su rostro, mientras envolvía, por unos minutos aquella atmósfera burocrática, de habitual olor a celulosa, en un olor tiernamente sabrosón. Yo, precavido, siempre procuraba mantenerme a una más que prudente distancia, porque me iba haciendo consciente que a medida que pasaban los meses de aquel señalado óbito, la tela negra sobre su cuerpo iba mermando a la vez que aumentaba el tamaño de piel, sedosamente blanca, que iba dejando al descubierto.            

               No puedo olvidarme de aquel día ¡cómo se me iba a olvidar! En ese momento estaba yo intentando enseñar a un joven e inepto compañero, que llevaba pocos meses allí, cómo se podían transformar en negrita las letras del Word., cuando se abrió súbitamente la puerta. Fue en ese preciso instante cuando estalló la revolución.   Un repiqueteo de tacones sonó a la entrada una mujer se acercaba y no podía ser mi compañera que se encontraba en la capital arreglando unos de sus jaleos familiares. Entonces fue cuando apareció por la puerta una figura femenina en la que, al principio, me costó reconocer. Pero…¡era Marcela! Su cara maquillada dibujaba delicadamente sus rasgos, una capa de pintura azul sobre sus ojos los dotaba de una cierta apariencia felina y su pintura de labios, siempre roja, estaba ahora dotada con un brillo que parecía estrenarlos. Traía puesta una escueta camiseta blanca de tirantes de color blanco, de la que gran parte de sus pechos asomaban oscilantemente traviesos. Del sujetador, en cambio, no había rastro pues se veía a las claras que no se lo había puesto. A través de la tela destacaban unos círculos oscuros y sobresalientes. Una escueta falda roja que se adhería a sus líneas traseras más voluptuosas completaban su coloreado atuendo. Sus piernas redondeadas y turgentes se disputaban la perfección ante mis ojos e introducida en los tacones desplazaron toda aquella vorágine hacia el mostrador donde me encontraba. Entonces, me percaté que hacía un año del fallecimiento de su marido, cuando eso ocurría en el pueblo era la señal de enterrar el luto y el retiro y volver a la vida normal. ¿Por qué comencé a ponerme nervioso?            

             Mis piernas temblaron levemente, cuando me di cuenta de que aquel resurgimiento primaveral de Marcela era en algo más que en su vestuario. Sobre todo cuando tendiéndome unos papeles, que yo debía sellarle, sus dedos de uñas afiladamente rojas se distrajeron entre los míos. Sólo fueron unos instantes, pero lo suficiente para que sintiera a todo mi cuerpo sacudido por unas corrientes eléctricas que excitaron a cada una de mis células. Ella se acercó con una pose cargada de descaro y seducción  y doblando adecuadamente su cuerpo ofreció ante mis ojos la profunda hondonada que se abría, perdiéndose en una intricada y sugerente profundidad, entre sus senos prietos por aquella camiseta blanca. Su perfume fresco y sutil invadió mi nariz y acabó de trastornarme más, si es que aún era posible. Por un instante temí perderme en medio de aquella pasión que me brindaba Marcela, y como una ráfaga sobre mi cabeza la pude ver desnuda en la cama sumida en mil juegos eróticos, que ya alguna vez yo había imaginado, y me ví exhausto sin poder seguirle y, al instante, camino del cementerio mientras ella caminaba detrás, llorosa, con su traje negro desempolvado.             

         No, ¡me negaba a que me ocurriera eso! y, entonces fue cuando se me ocurrió. Haciendo caso omiso a los ataques de Marcela miré con deseo a mi joven compañero, perdido en el procesador de textos, con esa cara que ponen los enamorados. En aquel momento, él me miró esbozando una sonrisa, no porque se diera cuenta de nada, sino con la alegría que le producía que de toda la frase había conseguido, al fin, poner una letra en negrita. Marcela sorprendida por aquel cruce de miradas, como yo pretendía, enderezó su cuerpo, estiró su falda y recogiendo el papel se despidió, sin volver el rostro, con unos buenos días.            

         Olga días después me comentó al volver de desayunar que Marcela le había comentado que nunca se había imaginado que yo fuera gay.

-¿De dónde habrá sacado eso?-preguntó Olga.

-Ni idea-le contesté, mirando, como quien busca algo, al fluorescente del techo.            

Desde entonces noté que cuando veía a Marcela, ya fuera en la oficina o en su cafetería, ahora me miraba de una manera distinta. Si antes los hacía con deseo ahora lo hacía con ternura…¿y qué quieren que les diga? Conociendo su historial, y aún sabiendo que renuncio a posibles e inimaginables goces físicos, prefiero lo segundo.            

Desde el otro lado

Desde el otro lado

        Nunca había sido aficionada a las tecnologías, a pesar de que tenía ordenador y lo usaba, simplemente, por motivos de trabajo. A los que le pedían su dirección de correo electrónico siempre se la había negado, aducía que no tenía y se jactaba, en un gesto de dudosa progresía, que ella no usaba de “eso”.          

         Pero un día que ya no sería capaz de recordar, no supo cómo recibió un correo. Era de alguien que le escribía unas líneas, un mero saludo, con el deseo de contactar con ella. Pensó en evitar aquella burla del destino, como ella entendía que era, pero a la noche siguiente, casi sin darse cuenta, aquellos dedos finos de los que se sentía tan orgullosa estaban tecleando una contestación. También ella sentía curiosidad y así se lo expuso. La respuesta no faltó al día siguiente y con ella se estableció una hilación entre aquellas dos almas gemelas, que aprendieron a comunicarse con una cierta avidez.         

           En noches alternas, ella escribía su correo, abría sus más profundas entretelas y ansiaba esa respuesta a sus cuitas que llegaba, puntualmente, al día siguiente. Encerradas tras aquellas líneas había de todo: preguntas, respuestas, curiosidades, silencios (si es que se puede expresar un silencio con la escritura), risas, complicidad, exhibicionismo e incluso hubo una serie de correos de tan alto voltaje que tuvo que leer sentada sobre una toalla.        

          Aquel intercambio cotidiano la atrapó. Acabó conociendo mucho de aquella persona que se le abría de esa manera inicialmente azarosa, envolviéndola en un aura de necesidad que le hacía suspirar por aquellas letras ajenas.          

           Una noche más, con su piel pintada en nerviosismo, encendió el ordenador. Llevaba muchos meses en este sistemático rito, en ese diálogo virtual que se desarrollaba a través de estos correos electrónicos. Pero hoy iba a ser distinto, abrió aquel correo que, además de iluminar su pantalla, iluminaba su corazón. Y ante ella se desplegó un extenso panegírico de despedida, era el último correo que le iba a escribir, no entendía muy bien las razones que alegaba y aquel beso último con el que terminaba le sonó como si fuera un mordisco que le arrancara un trozo de piel. Apagó directamente el ordenador dando un tirón del enchufe, mientras secaba sus efluvios lacrimosos con el cuello de la camisa blanca que quedó salpicada de manchones negros.         

          Pero sabía que aquella despedida le sentaría bien, era la única forma de superar la esquizofrenia que sufría y, en el fondo, ya se lo esperaba porque ese correo de despedida de ayer, como todos los anteriores, se lo había escrito ella a sí misma. 

Vendimia

Vendimia

Oro en esferas luminosas y piel de seda, acurrucadas por el sol del fin del estío, que resaltan en ristras verticales acariciando la tierra polvorienta. Uva mimada con esmero durante meses de laborioso trasiego. Hoy, ya con alas, dispuesta a volar de la sombra de la parra que le dio cobijo.

 

            Cuando destellan las primeras luces en el cielo, las suelas gastadas agitan el polvo de los caminos dirigiéndose, como en una laica peregrinación, hacia las vides que sonríen con cierta inquietud por el bamboleo del viento. Manos rugosas con tamo incrustado en las arrugas de unos jornaleros, que desconociendo la poesía de este entorno, sólo pretenden transformar esa uva en pan para sus hijos. Caricias habilidosas de portadores de frentes brillantes cuyas gotas saladas al caer sobre el fruto se mezclan con el rocío de la madrugada. Arranque, acúmulo y transporte hacia esos lugares donde una magia ancestral transformará esas sólidas redondeces en líquido que fluye.

 

            Río de mil colores, sabores y aromas, que se porta en viejas copas y en vasos finos, que reside en casas pobres y mansiones de ricos, en orgías desaforadas y en contratos estrictos, en celebraciones amistosas y en reencuentros muy vivos, en acontecimientos familiares y cuando decidimos cambiar nuestro destino.

 

            ¡Ya ha comenzado la vendimia!

Los que pasan inadvertidos

Los que pasan inadvertidos

         En ese continuo devenir de lo cotidiano, cada vez me encuentro con más gente que intentan pasar enfermizamente inadvertidos, como si fueran seres que se difuminan al andar o presencias incorpóreas condenadas a vivir.

         El color de su piel es indefinido, rayando en la transparencia y sus ojos carentes de brillo, cuando miran lo hacen sin ver. Son individuos que al atravesar una puerta no son capaces de expresar un saludo, como mucho una mueca retorcida que les afea el rostro. Acuden a manifestaciones, coreando eslogans y haciendo puro bulto. Trabajan en oficinas pero sus compañeros no son capaces de distinguir el día que acuden al trabajo del que se quedan en su casa, enfermos. Muchas veces, cuando estoy en una cola veo llegar a uno de estos individuos que se coloca al final de la misma. No sé cómo pero al  cabo de un rato está situado, en la misma, varios lugares por delante de mí. Si alguno es dependiente de una tienda, al entrar en ella, nos costará distinguirlo porque logran un extraño mimetismo con las estanterías y el mostrador. Y si, por casualidad, alguno es guardia civil de tráfico y nos pone una multa, transcurridas unas horas, habremos olvidado su rostro e incluso su sexo, aunque no olvidemos la multa.

          Sospecho que seres tan tenues deben pertenecer a una extraña secta, que ni siquiera entre ellos se relacionan y algunos, en el colmo de la tristeza, llegan al extremo de morir en esa soledad especialmente dura que pasa a todo el mundo inadvertida y no descubren su cadáver hasta semanas después del óbito.

           La esposa de uno de estos últimos, entrevistada, comentaba sorprendida:

-Ya me extrañaba a mí, que hiciera varias semanas que no nos cruzáramos por el pasillo de casa.

La farola

La farola

         Caminaba por la calle penumbrosa en esas horas previas al amanecer. Al girar una esquina fue cuando me crucé con ella y, entonces, no pude remediar el giro de mi cabeza y que mi mirada quedara atraída por su trasero respingón. Eso le contaba al médico de guardia, con cierto azoramiento, mientras éste me cosía un punto en la herida, producida al golpearse mi cabeza contra aquella farola que pareció surgir de la nada. De pronto, ella entró con el Betadine. No sabía que trabajara de enfermera.Cuando se dio la vuelta sentí un fuerte tirón del punto que me cosían.

Salida del armario

Salida del armario

             Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a aquella tesitura, tanto que era extraño cuando la cabeza no le dolía por esa causa. Sopesaba los pros y contras, contrastaba la sensación enfermiza de sentirse encerrado con la de liberarse de los prejuicios inherentes a su condición. Noches sin dormir, imaginando cómo sería ese mundo luminoso al que aspiraba y por el que no se aventuraba debido a su temperamento cohibido y enfermizo.            

               No supo cómo, ni siquiera el cuándo, pero en un determinado momento una especie de ráfaga interior le impelió a tomar la que sospechaba que iba a ser la decisión de su vida: ¡saldría del armario! Arrastrado por aquella fuerza invisible abandonó la sensación de oscuridad para lanzarse a ese nuevo universo que se le abría al otro lado. 

                 Pssssssssssssssssssssssssssss

 -Ha quedado fulminada. Ya sospechaba yo hace tiempo que en este armario había termitas. Es una verdadera casualidad que acabo de comprar este bote de insecticida y ésta estaba saliendo del armario, justo ahora, de esa forma tan descarada.            

                  La conclusión es que el pensar más las decisiones no es una garantía de que la tomaremos en el momento más adecuado.

Un rencor profundo

Un rencor profundo

             Estréchame la mano, no seas rencoroso… Sí, ya sé que no me porté muy bien contigo, que tu mujer se vino conmigo y por mi culpa  te expulsaron del trabajo. Pero no seas así y dame la mano. Espero que seas capaz de olvidar todo eso.

             ¡Coño! dame la mano que se está rompiendo la cuerda a la que estoy agarrado y cuelgo sobre el precipicio. Vale,…¡no!, la que tienes impregnada de aceite ¡no!...¡la otraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

La prima Vera

La prima Vera

           Aún resuenan en mí, tus ahora lejanas palabras. Cuando escribías, aquellas líneas cobraban vida y asperjaban sobre mi espíritu esas gotas vivarachas como las del rocío que reciben las flores al amanecer. Tu ansia de vida se reflejaba en cada recoveco del texto  y tu indisimulada pasión se transmitía al que tenía la fortuna azarosa o rebuscada de encontrarse con tus letras. El que caía en tus redes difícilmente se libraba y la adicción a aquellos surcos ardientes no dejaba que se pudieran olvidar con facilidad.             

           ¿Qué te ha pasado? Hoy hablé contigo, Vera, sorprendido al leer tu último escrito. ¿Último significa definitivo? Se notaba el esfuerzo sobrehumano que habías desarrollado para trazar unas ideas asépticas, desinfladas y al borde de la desintegración. Y fue, cuando me comentaste, que este tiempo y las circunstancias que ahora te rodean habían convertido tu vida cotidiana en una línea semejante a la de un encefalograma plano. Que tus dedos parecen haberse quedado anquilosados y carecen del riego sanguíneo necesario que los transforme en vivarachos sobre el teclado. Que estos días precursores del estío acorchan tu ánimo griseando tus días. Tu ansia por las letras se ha convertido en un recóndito recuerdo que te duele y no asimilas. Y lo peor es, no que no sepas que escribir sino, que aquella ansia de transmitir tus vivencias se haya difuminado hasta el punto de pensar que careces de ellas,            

             Por eso querida prima, espero que una vez superada esta época de astenia recuperes con el verano esa vida floreciente que no logras del todo ocultar y que este tiempo de pre-estío te ha negado.

De libros e historia

De libros e historia

           La televisión pública andaluza no destaca por su calidad, sin embargo hay un programa que es la excepción a ello. Me refiero a El público lee, un interesante programa sobre literatura de una hora de duración que presenta Jesús Vigorra. Cada día está dedicado a un libro para eso acude el autor y tres lectores y entre todos se comenta de manera amena e interesante, profundizando en esa obra y en su autor. Siempre hay un rato para recomendación de otros libros. Siendo el mismo programa y presentador, influye mucho el autor de cada semana para que no me acabe aburriéndome o no aparte los ojos, como si estuviera hipnotizado, de la pantalla.

          La semana pasada acudió Antonio Gala. Es un escritor del que no me gusta mucho lo que he leído de sus novelas, pero sí recuerdo con verdadero deleite aquellos artículos en el País en los años 80 que se agrupaban con el genérico nombre de "Charlas a Troylo" y "Cuadernos de la Dama de Otoño" más tarde. El programa con su presencia resultó muy interesante, presentaba su último libro "El pedestal de las estatuas", donde nos narra la historia de Antonio Pérez el que fue secretario de Felipe II y, al parecer, entra un poco en aquella intrahistoria o historia menos conocida de aquel mundillo y sus intrigas palaciegas. Con sus opiniones se puede estar o no de acuerdo, pero no puedo negar la gran agudeza intelectual de este escritor que es capaz de sacar a la luz ideas originales e interesantes. Tras este programa me quedé, desde luego, con ganas de leer ese libro.

Meme literario

Meme literario

         Acepto la invitación que me hace Gatito Viejo en su blog para participar en esta meme literaria que circula por internet. Me parece interesante esto de que el azar acerque las líneas y, además, y a un libro, hasta ahora tal vez desconocido, al que lea este post. Consiste en abrir un libro por la página 139 y transcribir un párrafo. Tomo un libro de Angel Zapata atractivo y práctico para el que se anime a sumergirse por los fondos de la escritura:

"Hasta hace algunos años (puede que cinco o seis), os confieso que solía ponerme muy serio en el momento de escribir. Tal como yo lo percibía entonces, el hecho de escribir estaba en las antípodas de esa actitud espontánea y enteramente natural que recomienda Natalie Goldberg para la práctica de la escritura".  (La práctica del relato- Manual de estilo para narradores - Angel Zapata- Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja-pág. 139).

Escucharte en el silencio...

Escucharte en el silencio...

        ...en palabras mudas rebosantes de vida es, una tarea que creía imposible y en la que el tiempo me está instruyendo, como a prestarle oídos a la sinfonía de la vida. Resuena en mí el tictac de un corazón exageradamente vivo, sin manecillas, y tus buenos deseos van copando los últimos intersticios de mi cuerpo. Tu presencia ausente me acompaña, desde la aurora hasta el atardecer, engalanando mi día con adornos de colores siempre nuevos y modelando, sin intencionalidad, mis deseos en figuras deseosas de caricias mimosas. Tu mirada profunda cubre mi desnudez de una pátina invisible que me hace perder el miedo al universo circundante.    

       Y yo sueño…con ese momento en que tu presencia cercana destroce, al fin, todas mis fantasías y anhelos porque ya no será necesario el  mantenerlos.

¡Cero patatero!

¡Cero patatero!

             He intentado localizar esa norma que ahora han sacado de la chistera por la que no se permite poner un cero en los exámenes, sino un uno como nota mínima. Me parece un despropósito, contra la misma esencia de las matemáticas, poco meditado y que puede crear más perjuicios que ventajas. Se pretende que a un alumno, aunque deje el examen en blanco,  no se le pueda colocar esa cifra, cerrada sobre sí misma, tan original como resulta el cero. Se me ocurren algunos problemas de entrada.

            Si se es profesor de matemáticas y se ponen diez problemas en un examen, si hay un alumno que no resuelve ninguno ¿en base a qué se le puede poner la misma nota al que ha resuelto un problema que al que no resuelve ninguno? En el fondo lo que se está haciendo es regalarle un punto al que no sabe absolutamente nada, que es el que menos se lo merece. Porque al que saca un nueve si se le sube al 10 se le ha regalado el 10% de la nota que se merece. Si al que saca un uno se le sube al dos el regalo es del 100%, el doble, de la nota que se merece. Pero si de un cero se sube a un uno es el infinito % de lo que se merece. ¿Con que razón le aumentamos ese punto a ese y no al resto? Los de cuatro que se han esforzado mucho más dirían, con toda lógica, que ellos quieren también ese punto que los separa de los límites del aprobado. Con ese punto de “regalo” hay quien propone que la solución sería poner sólo nueve preguntas, así los de cuatro ya estaría automáticamente aprobados y la ignorancia social creada por los últimos planes de estudio se iría extendiendo a marchas forzadas. ¡Qué razón tenía un profesor que tenía de matemáticas que decía que cada cambio a nuevo plan de estudios era inversamente proporcional a lo que aprendían los alumnos afectados!Estamos creando un punto de la nada y eso es muy delicado.

           ¿Quién dice que eso no puede crear un peligroso precedente? Imagínese el resultado de un partido de fútbol que, con la excusa de que no cunda el desánimo de los jugadores y sus aficionados, todos los resultados se transformen en uno, para evitar la vergüenza inherente a no haber metido ningún gol en la portería ajena. Dirían que por el solo hecho de jugar ya se merece el uno en el marcador. Sólo se piensa en el alumno, pero ¿y en los profesores? Es un gremio cada vez más maltratado síquicamente, nadie ha pensado que es negarles esa insignificante, pero necesaria terapia, de imprimir un rotundo cero en los exámenes de esos alumnos díscolos, vagos redomados y flojos recalcitrantes.

          Yo al que sí  le pondría un cero patatero es al que se le ha ocurrido esa genial idea que va a poner a temblar los cimientos de la propia matemáticas.

El reloj pintor

El reloj pintor

        Nuestra vida transcurre unas veces plácidamente y otras de forma tan acelerada que tememos encontrarnos sorpresivamente con un muro que detenga su camino. Hay momentos puntuales en que nos encontramos con personas o situaciones en las que nos gustaría quemar etapas que el tiempo corriera a la velocidad de la luz para situarnos en ese lugar imaginado que, creemos, siempre será mejor que éste. Es lo que tiene cuando sólo esperamos "llegar" y nos olvidamos de algo tan sabio como necesario: disfrutar del camino.

         Pero cada minuto puede ser importante, fundamental e irrepetible. Tenemos, por tanto, que dejar de dar empellones al tiempo y saborear ese momento de colores que nos va dibujando nuestro reloj pintor con sus agujas a modo de pinceles. Al final sumando todos los momentos llegaremos a ese lugar, probablemente más hermoso de lo imaginado y, además, tras haber salpicado de colores todo el camino recorrido.

Su mejor momento

Su mejor momento

              Dentro de pocas semanas cumplirá un año más. Desprovista de esa euforia con que cumplen los niños, los acepta con el sosiego de quien reconoce que el año que cumplió  los cuarenta está ya lejos. Se considera “normal” para su edad. Un cuerpo cuyas curvas han sido dibujadas de manera caprichosa por el tiempo, con algún que otro acúmulo de grasa no deseado. Unos pechos, a estas alturas, tentados más por la fuerza de la gravedad que por unas caricias tiernas. Una melena con la que el viento juguetea continuamente y que  está salpicada con un estilo insolente por sus primeras canas. Los ojos, apagándose con la sombra de las hojas del calendario, aún conservan esa chispa que le permite  a ella sonreír incluso sólo con la mirada.            

               Ella es consciente de que está en un punto óptimo de su vida, ahora conoce bien sus fuerzas y sólo aspira a conseguir aquello que sabe que, sin duda, alcanzará. Es capaz de actuar como le da la gana, sin que nada ni nadie oriente sus actuaciones. Sabe muy bien que ella, independientemente de todo lo demás, es lo esencial para sí misma, pero desde que descubrió, además, que es muy importante para alguien más, que no le pide nada a cambio, ya no lo duda: ¡está en su mejor momento!

Ejecutivo ¡al fin!

Ejecutivo ¡al fin!

            Apenas pegó ojo en toda la noche. Hoy era su día grande, el que había soñado durante tantos años. Al que había dedicado todos sus esfuerzos desde que terminó en la Universidad: tres años de doctorado, un máster en la Universidad de Princenton y una etapa en prácticas durante dos años en una empresa situada en Tokio. Podía haber seguido allí e iniciar una meteórica carrera, pero él echaba de menos la luz de su tierra y decidió volver a ella a expensas de retrasar su carrera profesional.

           Con este brillante currículo todo lo que consiguió fue un puesto de Jefe de Sección en una fábrica de la Bahía. Ya llevaba así tres lentos años en que empezaba a arrepentirse de haberse alejado de las faldas del Fujiyama. Pero una semana antes una reunión a la que acudió con el director gerente y el subdirector, ambos norteamericanos, le iluminaron su futuro. Iba a ser el responsable máximo de Recursos Humanos, ya que el anterior se iba a acoger a una jubilación anticipada. Y al fin llegó ese gran día. Le hizo planchar hasta tres veces el traje, que se iba a poner, a su mujer argumentando arrugas invisibles. Ya planchado a su gusto se lo colocó y se dirigió a la fábrica. Miraba a los trabajadores, que entraban en ese momento, con esa cara del que va a ser responsable de todos ellos y, en el fondo, de una parte importante de sus vidas. El director y el subdirector lo saludaron efusivamente, tenían fuera un coche que los llevaba al aeropuerto pues debían ir a Nueva York a una reunión muy importante que los habían convocado. Le dijeron que se fuera familiarizando con su nuevo trabajo y lo único que le encargaron es que el contenido de un sobre que tenía su nueva secretaria lo publicara en los medios de comunicación. Él sonriente los despidió con un apretón de manos y le dijo que no se preocuparan que él  lo haría como le habían dicho.              

             No sabía que la apertura de aquel sobre destaparía la Caja de Pandora, era el anuncio del cierre de la fábrica, debido a su falta de competitividad, y el despido de 2.000 trabajadores. De pronto se vio envuelto en un tornado poderoso que lo envolvió sin darse cuenta, llamadas de los distintos medios de comunicación preguntándole cosas que no sabía responder, políticos de todas las marcas y colores que solicitaban explicaciones y reuniones, manifestaciones de trabajadores que gritaban noche y día… Y aquel traje se le fue arrugando…y las pocas horas en que podía volver a casa no podía dormir…y aquel ascenso fulminante le explotó entre sus manos. Por tanto no es extraño que al cabo de tres semanas, una mañana se acercara a un grupo de encapuchados que iban a tirar una enorme piedra contra la puerta de entrada, les arrancara la piedra y, quitándose la corbata, él mismo lanzara la piedra haciendo la puerta añicos. Cuando su mujer fue a recogerlo a la Comisaría, no recordaba, nunca, haber visto una sonrisa tan amplia dibujada en su cara.