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El búcaro de barro

Él y Ella

La graduación

La graduación

Al fin,  había llegado el ansiado día, meditaba ella desde su oronda y tosca figura: el día en que él se iba a graduar. Había pasado los años y aún era capaz de recordar aquella época en que lo había transportado en su interior. Pero el tiempo había transcurrido y él había ido formándose  en todos los sentidos. Ella, ahora,  lo encontraba diferente, crecido y brillante.

Había oído que acudirían personas importantes a aquella graduación. De pronto, escuchó unos pasos que se acercaban y a través de la penumbra de aquel lugar pudo distinguir a tres hombres de bata blanca que se acercaban a él.

Reconoció al Director, con sus andares solemnes, que se acercó a él,  succionando parte de aquel precioso líquido dorado mediante una pipeta, a continuación lo introdujo en un aparato de análisis que sostenía el enólogo de la bodega,  quien dijo alborozado: 18 grados,  perfecto! Y con ello culminó  la esperada graduación de aquel vino blanco.

Una cita anual

Una cita anual

            Él notó una cierta inquietud al despertar y ese nerviosismo que le provocaba siempre su cita con Ella. Tras un frugal desayuno se dirigió a la casa de Ella. Al llegar a la puerta miró el reloj, las once, había  llegado puntualmente y le dolió que Ella no estuviera allí para comprobarlo. Tras unos minutos Ella apareció, como siempre, a un paso tan rápido que creaba ondas en el aire con la melena negra que caía sobre sus hombros. Ella abrió la puerta y pasaron al interior. El olor que flotaba en el aire le evocó otras citas anteriores.

            Ella le dijo que se quitara la camisa y los pantalones y que se tumbara. Él era  consciente de que Ella no se andaba con preámbulos y en el fondo le gustaba,. Cerró los ojos como si las sensaciones que sabía que iba a vivir le invitaran al relajamiento y se sintió observado por la mirada escrutadora de Ella, que imaginó transitando por sus ocultos rincones. No fue capaz de saber qué tiempo duró eso, perdió la noción del mismo. Despertó de aquella evanescente nube, cuando escuchó la cadenciosa voz de ella diciendo que se quitara los calzoncillos. Siempre, llegado este momento, se sentía azorado por su desnudez, pero sólo fue un instante, se estaba acostumbrando a que aquellos ojos azules de largas pestañas aterrizaran periódicamente sobre su piel.

            Seguía con los ojos cerrados, cuando sintió los dedos hábiles de ella recorriendo su sexo, primero, los entreabrió y observó cómo, ahora, toqueteaban sus testículos y fue cuando le escuchó esas palabras que rompieron el silencio de la habitación:

-Tienes unos testículos estupendos.

            Él no pudo menos de sonreír ante tan taxativa afirmación, no porque lo sintiera como un piropo, sino porque le gustaba el tono que ella empleaba. Ella siguió hurgándolos hasta que pareció despertar de un sueño y en aquella postura de calzoncillos caídos le conminó a que apoyara sus codos y le brindara sus nalgas. Él se sostuvo como pudo, lo que provocó una leve oscilación a su cuerpo, no quería imaginar la visión  escatológica de la que estaría ella disfrutando. Escuchó el rumor del gel, como siempre la delicadeza era una de las características de ella y no tardó mucho en sentir como lo penetraba hasta ese punto que él pensaba intocable. La sensación fue extraña, sorpresiva como otras veces, algo molesta y sobre todo peculiar por sentirla a Ella tan dentro de sí. Ella salió suavemente de aquella angosta cavidad, mientras él notó humedades por distintas partes de su cuerpo. Se secó con un papel que Ella le alargó y procedió a colocarselos, primero los calzoncillos y luego el pantalón, en su sitio.

-Todo estupendo- le dijo ella sonriente, repitiendo aquel vocablo que tanto le gustaba escucharle. Y esbozó aquella sonrisa que, a estas horas, él tanto agradecía tendiéndole una mano cálida para decirle adiós.

   Bajó las escaleras con las piernas algo descompensadas por aquella reciente inoculación de Ella y salió contento a la brisa de la mañana. Ya no tendría que volver a ver a su uróloga hasta el año que viene. ¡Uff!

 

Esa mirada

Esa mirada

       Estaban sentados a la mesa, uno frente al otro. Comían en silencio, mientras él reflexionaba. Nunca se le había olvidado la primera vez que la vio y cómo la acogió desnuda entre sus manos, sintiendo la suavidad de su piel y acariciándola con unas caricias que parecieron elevarla en el aire. Después de eso ¡cuántas cosas habían hecho juntos!: baños, paseos de la mano, viajes y días y noches compartidos. El tiempo pasó y los dos se habían hecho ahora más mayores. Ella se había convertido en una hermosa mujer. Mientras él la contemplaba, ella apenas lo miraba y cuando lo hacía era con una mirada teñida de una cierta agresividad. Una nube de cierta tristeza pasó ante los ojos de él y entonces pensó:

-¿Cuándo fue el puñetero momento en que mi hija se convirtió en adolescente?

 

La prinsesita

La prinsesita

          Él se sentía feliz, como nunca, pletórico y cargado de una euforia desorbitada.  Había conocido a la mujer de su vida, quizás no demasiado pronto en su vida, acababa de entrar en la cuarentena, pero tampoco demasiado tarde. Quería gritar al mundo su júbilo y le apetecía decírselo a ella en este instante, pero se había quedado sin batería en el móvil y no había forma de contactarla. No se lo pensó mucho, fue al garaje y cogió un bote de pintura blanca y una brocha. Sabía que al día siguiente, sábado, ella madrugaría para hacer ejercicio por el paseo marítimo, con la banda sonora de las olas rompiendo en la orilla. Caminó agazapado entre las sombras nocturnas que esbozaba la luna llena contra el suelo y se llegó hasta aquel paseo, cuyo cemento irradiaba frío a aquellas horas de la madrugada.

            Introdujo la brocha en el bote de pintura, empapándola, como se imaginaba que estaba empapado de amor su corazón y fue trazando líneas con las que formó letras  con las que expresó todo el cariño que encerraba por dentro hacia su querida prinsesita, como él, seseante, la llamaba. Terminó su obra de arte cuando las primeras luces del amanecer empezaban a sacarle brillo a aquellas letras blancas y echando una última mirada a su trabajo, se dirigió feliz a echarse un sueño reparador.

            Sería una hora más tarde cuando ella pasó por allí y al pasar por aquellas letras se detuvo contemplándolas y reconociendo que eran para ella. El corazón le quedó salpicado de gotas de colores y pasando delicadamente a sus alrededores, para no pisar aquellas letras, el resto del paseo lo hizo como volando sobre sus pies, ese día y el resto de los meses en que aquellas letras permanecieron a la vista.

            Lo que nunca pudieron imaginar, ni él ni ella, es que cada una de las mujeres que pasaba por aquel lugar, fuera cual fuera su edad, se sentía protagonistas de aquella historia y recordaron nostálgica el día en que alguien les dijo aquello, sintieron cerca a quien se lo decía cada mañana o soñaron con que alguien se lo dijera algún día: “TE QUIERO PRINSESITA”.

Puro desliz-amiento

Puro desliz-amiento

               Ella terminó de perfilar sus uñas con aquella pintura de color rojo cereza y le echó una mirada picarona a él, que descansaba, cuan largo era, tendido a su lado en el sofá. Le gustaban sus estilizadas formas, que parecían desafiar sus más íntimos deseos, ese anhelo de sentirlo entre sus dedos.

            No lo dudó más y sus dedos a modos de  pies, caminaron sobre el cojín, degustando cada instante, hasta asirlo y sentir el calor que emitía. Lo prensó bien entre sus dedos, experimentando sus proporciones y saboreando esa sensación que siempre le resultaba  placentera, aunque le resultara bien conocida. El ánimo de ella se cargó de tal euforia, llevaba mucho tiempo pendiente de este momento, que casi le pareció que contagiaba a él de su peculiar excitación. Sin soltarlo, lo condujo resueltamente hacia aquella superficie. Él se dejó hacer sumisamente, al principio sus fluidos, se resistieron, pero al punto, manaron de aquella puntita dura. Ella se sonrió, al fin iba a escribir ese relato que desde hacía tanto tiempo bullía por su cabeza. Recolocó a él, su bolígrafo entre sus dedos y empezaron, él y ella, a romper la monotonía de aquella hoja en blanco  con el siguiente texto:

            “Ella terminó de perfilar sus uñas con aquel color rojo cereza y le echó una mirada picarona…”

En la soledad de la playa

En la soledad de la playa

        Hoy era un día perfecto de verano para aquella ansiada excursión a la playa. Había amanecido un sol radiante y aprovechando que su marido estaría todo el día fuera, ella preparó las cosas para disfrutar el día con él, junto al mar. Siempre conducía ella. Él se sentó a su lado, sin parar de lanzarle miradas cargadas de amor.

-Seguro que te gusta donde te voy a llevar es una cala solitaria de la que me hablaron el otro día.

         Él, por toda respuesta, sonrió.

         Detuvo el coche junto a la playa y ella extendió su mirada deslizándola por aquellas arenas desiertas. En pocos minutos ella se desvistió quedando adornada su piel, solamente por un sucinto y coloreado biquini que aderezaba sus curvas. Él revolcaba su cuerpo desnudo por la arena, sabedor de que ella no le quitaba su mirada de encima. Ella se sentía tan feliz que tuvo algo de remordimiento al recordar a su marido.

         En ese instante, él semejando los andares de un felino, se acercó a cuatro patas a ella, quien abrió los brazos para acoger, pegada a su piel, la desnudez de él. Entonces, ocurrió algo mágico que ella nunca olvidaría: él la miró a los ojos, sus labios húmedos de saliva se entreabrieron y por primera vez en su vida le dijo eso que ella llevaba tanto tiempo anhelando escuchar:

-¡Ma-má!

Una compleja relación

Una compleja relación

         Quizás si él hubiera preguntado a los de su alrededor le habrían advertido que no le convenía aquella relación con ella, pero por si acaso se abstuvo de preguntarlo. Desde que a ella la vio a ella se sintió prendado por su peculiar belleza, le encandiló aquel tono azabache de su piel, e incluso aquella mancha roja que en ella resaltaba con una especial donosura. La atracción se fue convirtiendo en irresistible, tanto, que concluyó que era algo netamente genético lo que le atraía tan sexualmente de ella.

            No le costaba darse cuenta de que a ella no le resultaba nada indiferente y que también se sentía fascinada por él. Se acercaron mutuamente y, sin decirse una sola palabra, los gestos lo decían todo, sus cuerpos se fusionaron tan igual o tan diferentemente de cómo se hacía desde los albores de la historia. Disfrutó de aquel momento como si fuera el último de su vida.

Cuando su cuerpo terminó de agitarse, sintió, casi inadvertidamente, como los quelíceros de ella se hincaron sobre su piel y fueron inoculando su veneno en el interior de su cuerpo. Su vista se le fue nublando y sus ocho patas se quedaron sin fuerzas, ahora fue cuando entendió por qué a aquella atractiva araña le llamaban la Viuda Negra.

           

Su primera vez

Su primera vez

Tras una noche inquieta de evaporados sueños, despertó. Había llegado para ella aquel día tan importante de su primera vez. Se levantó con sus ojos aún entrecerrados y se dejó acariciar por el agua caliente. Mientras se secaba y blancos vahos se desprendían de su piel contempló, dubitativamente, su cuerpo desnudo, intentando adivinar la mirada con la que él la cubriría dentro de unas horas. Un cuerpo, que ya rozada la cuarentena, iba a dejar al descubierto, por primera vez, aquel tesoro que guardaba entre sus piernas. 

     Embadurnó su piel, friccionándola insistentemente  de pies a cabeza, con cremas untuosas de diversas consistencias. Apuró su depilado hasta extremos, para ella, hasta entonces inconcebible. Ensayó mil peinados hasta descubrir que lo que mejor le sentaba era peinado con algo de volumen y caída natural. Y maquilló su rostro dándole una viveza similar a la que conseguían arrancar los impresionistas a los, en sus orígenes, simples lienzos blancos.

         Abrió con delicadeza la caja de cartón donde tenía primorosamente doblado aquel juego de lencería de ribetes y encajes color vino tinto y un olor a tela nueva abrazó su nariz. Ajustó el sujetador y las bragas a su cuerpo gustando la delicadeza con que abrazaban sus curvas. Zapatos oscuros de tacón alto y un vestido de brillante color de fuego, que descendió sobre su cuerpo agitando el aire circundante, completaron su atuendo. Salió de su casa intentando retener la velocidad de sus pasos y que la impaciencia no le hiciera llegar antes a la cita que él le había dado.

Cuando llamó a su puerta él la esperaba... Intercambiaron unas breves palabras, teñida por el rubor, casi no lo miró a sus ojos. Todo sucedió bastante rápido, ella se tendió  y le brindó la oquedad entre sus piernas y él desarrolló lo prometido con la habilidad que le caracterizaba. No sintió ningún dolor...Ya se lo había avisado que una revisión ginecológica no era tan molesta como se decía. Ella se prometió a sí misma no tardar tanto en acudir a la segunda como había tardado en venir a ésta.

Una mirada nueva

Una mirada nueva

Los últimos chorros de agua caliente huyeron por el desagüe mientras ella estiraba la toalla y salía de la ducha. El contraste con el aire fresco erizó levemente el vello rubio de su piel, se restregó con insistencia de pies a cabeza. Secó sus cabellos que caían como tupidas cortinas sobre su rostro y atisbando a  su través vio reflejada su madura desnudez en el espejo. Su cuerpo había cambiado. Las entradas de sus cabellos tintadas de tonos níveos, le avisaban de que debía visitar a su peluquera. Sus pechos rutilantes, en otra época, se abatían en una caída no exenta de cierto sosiego. Sus caderas se habían abierto aforando sus nalgas y su barriga se había abultado como si protegiera a un pizpireto ombligo que intentaba asomarse. Todo el conjunto se sostenía con donosura sobre unas piernas que habían ganado apetitosa turgencia con los años y se levantaban sobre unos pies armoniosamente situados sobre la alfombrilla.

Se contemplaba lánguidamente cuando un pensamiento súbito hizo como si su cuerpo, sin violencia externa, hubiera sufrido la más hábil de las cirugías hermoseándose mágicamente ante su mirada. Se consideró feliz, como nunca, de aquella envoltura con que se presentaba ante el mundo y que había hecho madurar su cuerpo con aquellas formas y manera y es que, constataba, ¡no había nada mejor para sentirse bien que dejarse acariciar por la mirada tierna y, siempre nueva, que él siempre posaba mimosamente sobre ella!

Desesperación

Desesperación

         Llevaban ya conviviendo, hoy hacía tres años,  y en ninguna de aquellas 1095 noches, que en su desesperación traducía a 94.608.000 segundos ya transcurridos, ella había hecho por acercarse a él para vestirlo de mimos o ataviar su cuerpo en besos. Su desesperación iba creciendo por momentos, pero qué podía esperar, como le decía un buen amigo de atildado bigote y orejas en soplillo, si ella había rechazado a tan buenos pretendientes para quedarse con él, por la única razón de que por las noches lo que hacía era “dormir y callar”.  Y además, añadió, todos sabían de ella, como en un secreto a voces, que era una ratita muy presumida.

Reflejo

Reflejo

Ella poco antes de aquel tan preparado encuentro con él, se sentía especialmente ridícula, a pesar de todo lo vivido en aquella existencia que ya lindaba los cuarenta.

 

Sus movimientos estudiadamente cavilosos, acercaron sus dedos al botón de los vaqueros, que se soltó en un ligero movimiento al que siguió el descenso de la cremallera y el deslizamiento de los pantalones, con rozamiento cero debido a la suavidad de sus piernas, hasta los pies. Fue liberando despacio, como si dudara, sus botones y su blusa, lanzada al aire, cayó al suelo con un movimiento que semejó a una medusa nadando. Curvó su cintura hasta que sus dedos agarraron sus bragas y las arrancó de su cuerpo como si éste estuviera deshilachándose, con lo que brindó su desnudez inferior a los ojos del aire.

 

Ahora venía lo más difícil, tanta duda en ella iba convirtiendo aquel instante en en el más insulso que recordaba, así que sus brazos se retorcieron hacia atrás hasta que sus dedos acertaron a soltar el cierre de su nuevo sujetador. Sus pechos, ahora liberados, quisieron parecerle especialmente pesados. Su nerviosismo aumentaba, al saber que iba a entrar en el otro cuarto a encontrarse con él e su piel se iluminó, luciendo como consecuencia de las gotitas de sudor que perlaban todo su cuerpo.

 

No quiso retrasar ese momento de enfrentarse a él y entrecerró los ojos, lo suficiente sólo para intuir el camino hacia dónde él la aguardaba. Las plantas de los pies en su contacto con la frialdad del mármol le transmitía escalofríos. Atravesó la puerta sintiéndose cómoda en la tibia penumbra que envolvía la habitación, aunque percibió la estática presencia de él. Se colocó frente a aquel bulto oscuro al que ya podía tocar si alargaba la mano.  Tragó saliva y no lo pensó más…

 

Como un resorte su mano de dirigió al interruptor de la luz y la habitación quedó iluminada, abrió los ojos y pudo ver su imagen desnuda…reflejada en él…aquel espejo, el primero al que se asomaba tras aquella operación de aumento de pechos. Sus ojos se iluminaron al verse…¡no había quedado nada mal!

Su acogedora presencia

Su acogedora presencia

         Al fin había llegado ese día soñado por él en que el deseo, perpetuamente anclado en su memoria, de encontrarse con ella, se iba a hacer realidad. Miraba impaciente las agujas del reloj, que a él le parecían, que se movían con lentitud de caracol y sentado frente a la ventana se impacientaba ante el brillo de un sol que no declinaba. Pasaron aquellas largas horas y con la noche llegó su alegría, ¡por fin se iba a encontrar con ella!

 

            Con paso lento, como saboreándolo, se dirigió por el pasillo hasta la puerta del dormitorio, abrió quedo la puerta, como si acaso temiera despertarla y la contempló hermosa sobre la cama. Dejó deslizar su pijama entre las piernas y acercó sus desnudeces hacia donde estaba ella. Se tumbó a su lado y muy despacio con la levedad de sus dedos se solazó en el tacto suave de su superficie. No dilató más la espera y tomándola en sus manos, con delicadeza, la colocó sobre su cuerpo, sintiendo su acogedora presencia. Se movió justo lo suficiente hasta que sus mutuas formas encajaron y así, ella sobre él, pasaron toda la noche.

 

            El amanecer lo pilló bañado en sudor y en un gesto brusco de sus piernas arrojó a ella, al suelo, fuera de la cama. Estaba claro que por mucho que estuviera en otoño y le apeteciera hacía todavía mucho calor para taparse con la manta.

Sólo unos centímetros

Sólo unos centímetros

      Cuando Vicente y Lidia, se conocieron en el Chat nunca pensaron que aquella relación pudiera llegar tan lejos. Y aquellas palabras intercambiadas, al principio breves, escritas a la luz de dos flexos, era una de las asombrosas coincidencias que detectaron entre ellos, se transformaron en sesudos diálogos en los que compartían confidencias en la intimidad de la noche. Casualmente, también, vivían en el mismo pueblo y, aunque no era demasiado grande, el capricho del azar nunca había querido que se conocieran personalmente. Vicente nervudo e impetuoso, tras varios meses de conversaciones, le propuso que podrían conocerse. Lidia grácil y menuda, le respondió que no se atrevía a encontrarse frente a frente con él, a pesar de que con el tiempo imaginaba sus ojos cada vez más luminosos.

 

            Y aquella cháchara impenitente siguió mientras iban cayendo sucesivamente las hojas del calendario, como si el otoño hubiera llegado a la vida. Eso debió pensar Lidia que temerosa de que llegara el invierno y sintiendo en su corazón, cada vez más, la primavera y  con sus defensas socavadas decidió, deseó, necesitó… conocer a Vicente.

 

            Vicente tenía un negocio en el que echaba muchas horas y allí quedaron citados una noche, a una hora en que la luna llena ya había conquistado el cielo. Con la puerta ya cerrada sus miradas se anudaron en aquel local y se sentaron frente a una mesa en la que Vicente llenó dos copas de Rioja. Y mientras sus ojos se dedicaban expectantes a ponerle imagen a todas esas palabras que conocían del otro, su conversación viva fue virando hacia un tono almibarado, en el que los dos se sintieron muy a gusto.

 

            Llegó un momento, que tras echar Lidia un sorbo de aquel brebaje rojizo, sus ojos chispearon con especial intensidad y fue cuando Vicente aprovechó la oportunidad esperada. Quería, le dijo con cierto pudor, que ella tomara posesión de esos “centímetros de carne” de él que Vicente había salvaguardado con cariño hasta aquella ocasión. Lo habían tecleado muchas veces en sus ordenadores, y le habían dado ese nombre eufemístico, pero hasta ahora no se había atrevido a proponérselo tan directamente.

 

            Una nube de pena ensombreció los ojos de Lidia, quien sin decir palabra se levantó y salió dando un portazo. ¿Cómo se había atrevido Vicente, por muy carnicero que fuera, el ofrecerle aquel filete de secreto ibérico, “unos centímetros de carne” ellos le llamaban, diciendo que lo había guardado para ella cuando sabía perfectamente que era una vegetariana convencida?

 

            Vicente la vio alejarse cabizbaja y por primera vez en su vida odió su profesión, miró a la luna y, extrañamente, se dio cuenta que ahora estaba en cuarto menguante.

Cita a ¿ciegas?

Cita a ¿ciegas?

     Él salió de su casa con paso vacilante, iba a encontrarse con ella. Mientras caminaba era consciente de que su visión del mundo había cambiado, aunque él se resistía a reconocerlo. Llevaba días esperando aquella cita y cuando estuvo delante de ella descubrió que sus piernas le temblaban. Lo condujo, con suma delicadeza,  hasta una silla y se sentó frente a él. Las delicadas manos de ellas, tan frías como suaves, con unas uñas delicadamete recortadas, levantaron su rostro indicándole que le mirara fijamente a sus ojos.

      Sus miradas se encontraron, él admiró aquellas negras pestañas que servían de antesala a unos ojos luminosos que resaltaban en un rostro mimosamente ornado por una leve capa de maquillaje. Ahora miraba sus labios y estaba inquieto  pendientes de aquellas palabras que sabían que podían cambiar el resto de su vida. Al fin, aquel silencio se quebró con la voz dulzona de ella:

-Sí, efectivamente necesitas gafas, pero has tenido suerte, porque este mes tenemos rebajas porque estamos de aniversario- le dijo la dependienta de  la óptica a la que había acudido.

La línea

La línea

     Siempre hay una línea que nos separa, por medio, de los otros. También desde que él y ella se conocieron  hubo una línea que los separaba. No tenía colores, ni era material,  era sin medidas y carecía de costuras, pero...era una línea. A cada uno aquella línea le parecía algo diferente. Él en principio la veía como un gran precipicio, que podría tragarlo irremisiblemente cuando intentara acercarse a ella más de la cuenta. Ella la veía como una valla natural que la protegía de cualquiera de los embates que le pudieran llegar del exterior y que controlaban, siempre avizor, sus fieles cocodrilos.

El cariño empezó a surgir a ambos lados de aquella línea. Él daba pequeños pasos que cargaba de ternura y, a medida que se iba acercando a lo que pensaba era el borde del precipicio, éste iba empequeñeciendo hasta casi disolverse. Él la contempló a ella ya muy cerca. Ella fue consciente y gustó de aquellos pasos enredados que le hacían sentir, paulatinamente, la proximidad de él. Sus fieros cocodrilos se amansaron ya que perdieron su razón de ser, se dieron cuenta de que no necesitaban protegerla de él, todo lo contrario, se volvieron juguetones y alentaron a que la línea se convirtiera en un espejismo de tan a gusto que ella se empezó a sentir. Un sentimiento que fue mutuo y la proximidad entre él y ella se convirtió en un goce compartido.

Pero la línea seguía allí. Ahora era trazada con tinta indeleble,en parte por las circunstancias que vivían  y en parte por las circunstancias que sentían. Lo que no estaba nada claro era donde quedaba situada, finalmente, esa línea. Ella lo tenía muy claro...o creía tenerlo, pero cuando los mimos de él hacían que la línea que pasaba por en medio de ellos, casi imperceptiblemente, se deslizara a los labios o a los pechos de ella, las agitaciones de sus curvas llegaban, en algún momento, a convertirla en invisible.

Y en esto andan, él, ella y la línea que unas veces se cruza, otra se diluye y alguna otra vez se enrosca en torno a sus cuerpos aproximándolos hasta un extremo que nunca imaginaron. Y así se han tenido que acostumbrar, él y ella a este "ménage a trois" en sus vidas, disfrutando del mismo y que sean las agujas del reloj, las que finalmente hagan con esa línea lo que le dé la puñetera gana.

Desprendiéndose de la silicona

Desprendiéndose de la silicona

 

           Se había  dilatado en el tiempo la preparación de aquel ansiado momento. El notaba cómo sus formas iban adquiriendo firmeza ceñidas por el revestimiento de la silicona que lo envolvía.

            Ella lo admiraba deseosa, sin atreverse a tocarlo…todavía. Su mirada disfrutaba con aquel cambio que lo hacía tan ardiente. Un silencio de cristal invadía el aire.

            Al fin, la impaciencia de Ella contagió a sus dedos, inquietos y levemente torpes, que se acercaron a Él, quien se mantenía imperturbablemente estático. Con sumo cuidado y con todo un dechado de habilidad, lo desprendió de aquella vestimenta de silicona, dejando toda su piel al descubierto y a merced de su mirada golosa. El calor que irradiaba llegó hasta Ella, quien ya no pudo aguantar más y lamiendo, con la punta de la lengua, las comisuras de sus labios acercó su boca hasta Él.

            Hincó sus dientes y le arrancó un trozo, su lengua ardió por un instante pero, a pesar de eso, pudo saborear el sabor exquisito de aquel bizcocho, que acababa de hornear en el recién estrenado molde de silicona.

 

Atracción fatal

Atracción fatal

       Caminaba Él, sumergido en sus  cavilaciones, en esas horas previas al anochecer en que se empieza a grisear todo, cuando ¡la vio! Agrandó inconscientemente las pupilas intentando atrapar el máximo de luz, mientras sus ojos se fijaban en aquella figura, de soñada belleza que se encontraba frente a Él. Su piel brillante lanzaba destellos y las sinuosas curvas de sus formas le imantaron sus más profundas inclinaciones.

 

            Se acercó despacio a Ella, como si temiera romper el delicado encanto de aquel mágico momento en que se habían encontrado. Ella, silenciosa, permaneció inmóvil, mientras aquellos dedos ávidos recorrieron, primero, lentamente y después de manera presurosa su epidermis tan brillante. Él se reconocía inteligente y en aquel primer encuentro sintió que era capaz de captar, incluso, su interior. Lo tenía ya claro, era Ella a quien buscaba para compartir el resto de su vida.

 

            Despojándose de su ropa quedó desnudo frente a Ella, no quería que nada estorbara el contacto entre sus pieles y acercó su cuerpo a la cavidad más deseada de Ella. Se fue introduciendo, primero con cierta dificultad, hasta que sus pieles en contacto parecieron fluir entre sí. Cuando descubrió con alborozo que estaba dentro de Ella, se sintió lleno de alegría. ¡Era lo que siempre deseó!

 

            Lo que no pudo imaginar Él, aquel genio solitario, que hacía tiempo que había agotado su capacidad de conceder deseos, en busca de una bot-Ella donde refugiarse, es que una mano desconocida aprovecharía aquel instante para poner en aqu-ella cavidad un tapón de corcho, con lo que se hizo consciente de que aquel íntimo contacto entre ellos se extendería, probablemente, durante varios siglos.

Comunicándose

Comunicándose

             El y Ella vivían en la distancia y se conocían desde hacía años. El siempre tuvo necesidad de comunicarse con Ella.  A Ella le gustaban estas comunicaciones, aunque nunca sentía necesidad de comunicarse con El.  Así que, durante todo este tiempo, las comunicaciones de El (por carta, teléfono, mensaje en una botella e incluso a través de una paloma mensajera), nunca tuvieron respuesta de Ella y siempre le quedaba, a El ,la duda, que no le hacía sentirse bien, de si Ella la habría recibido.  Ella tampoco se sentía bien de que le llegaran tantas comunicaciones de El y no se sintiera capaz de responder. 

            Transcurrieron los años en esta situación, hasta que un día Ella, enemiga de tecnologías pero a la que habían regalado un móvil, le dio a El su número. El vio ahí colmada su necesidad de comunicarse con Ella.  El empezó a ser feliz, cuando le apetecía le mandaba un mensaje y además  éste le avisaba que el mensaje había sido recibido.  Ella recibía los mensajes pero seguía sin ser feliz, cuando sonaba su móvil, sabía que sólo podía ser de El, pero nunca aprendió a contestarlos y esto le dolía. 

             Un día visitando Ella la torre de una iglesia, sin que se diera cuenta, el móvil se deslizó por el bolso entreabierto cayendo sobre el nido de una cigüeña que estaba más abajo. Como Ella lo usaba poco no se dio cuenta que lo había perdido hasta al cabo de un mes.  Y desde entonces, todos son felices:  El porque manda los mensajes y el móvil le avisa que ha llegado, Ella porque no le llegan mensajes y eso no le recuerda que tiene que contestarlos, y la cigüeña porque cada vez que suena el pitido del móvil en su nido se incorpora y aletea las alas de una manera tan armoniosa que es la admiración de todos los que la contemplan.  Incluso El pudo contemplar, aquel espectáculo, un día que paseando bajo la torre se le ocurrió mandar un mensaje a Ella.

Una tentación irrefrenable

Una tentación irrefrenable

           Ella estaba especialmente nerviosa, hoy iba a coincidir de nuevo con Él, pero ese encuentro sería distinto a todos los tenidos hasta ahora. Cuando se acercó a la habitación aquel aroma tan peculiar, que Ella sabía que sólo podía provenir de su cuerpo, le reveló que Él estaba allí. Efectivamente, lo pudo ver tendido cuan largo era, como si estuviera esperando su llegada. Ella se acercó despacio, paladeando cada instante que los separaba. Su olor, ahora cercano, la excitó profundamente y no pudo reprimir el gesto espontáneo de acercar sus dedos y acariciar, resbalando con delicadeza, su piel suave. Al apartarlos su humedad quedó adherida a las yemas que en un gesto casi pícaro fueron desapareciendo, una a una, en el interior de aquella boca coronada de un radiante carmín rojo. Fue, entonces, cuando  acercó su cara hasta casi rozarlo y con gesto mimoso lo lamió muy muy despacio. Aquella íntima proximidad la provocó y se sintió junto a Él aislada del resto del mundo.

            No pudo resistir más…asiéndolo con ambas manos abrió su boca cuanto le permitía sus maxilares y clavándole los dientes, no exenta de remordimientos, le arrancó un trozo de carne.

            Le daba pena y había intentado reprimirse, porque no podía dejar de pensar que había criado a aquel pollo, pero ¡tenía tan buena pinta en aquel guiso al ajillo!

No detengas tus caricias...

No detengas tus caricias...

-No detengas tus caricias, por lo que más quieras. Sigue, sigue...asíiiii – le dijo ella con voz suave.

     Pero tras ocho horas de caricias repetitivas e ininterrumpidas hasta Él se cansó de darlas y se detuvo. Fue, entonces, cuando aquella leona escapada del circo, no sintiendo ya la mano de Él sobre su lomo, devoró a aquella pareja que se había encontrado paseando por el parque.